La cró­ni­ca del perio­dis­mo valen­ciano está por escri­bir. Sobre todo la de sus pro­ta­go­nis­tas, perio­dis­tas que no lo eran y que a fal­ta de otra cosa se pusie­ron a escri­bir sin títu­lo ni carre­ra. A pesar de ello, muchos lle­ga­ron a lo mas alto en el ofi­cio. 

 

Si no te ibas a Madrid o Bar­ce­lo­na solo podías matri­cu­lar­te en la Escue­la de la Igle­sia. No era una gran solu­ción. Así que una gene­ra­ción que aho­ra se jubi­la entró en trom­ba, con la liber­tad de pren­sa, en este ofi­cio excep­cio­nal. El perio­dis­mo supu­so una mara­vi­llo­sa vía de esca­pe para una gene­ra­ción de jóve­nes des­en­can­ta­dos de la polí­ti­ca.

Muchos de noso­tros, perio­dis­tas vete­ra­nos de muchas gue­rras que comen­za­ron en la Tran­si­ción y la Uni­ver­si­dad, nos meti­mos en el ofi­cio como úni­ca sali­da para nues­tras aspi­ra­cio­nes de cam­bio social. Cuan­do repa­so los ini­cios de mi carre­ra alu­cino al ver la suer­te y las casua­li­da­des que me han lle­va­do a con­so­li­dar un esti­lo que comen­zó con bal­bu­ceos. 

Así que esta es la his­to­ria de un mucha­cho que tra­ba­ja­ba en una empre­sa del metal como admi­nis­tra­ti­vo. En estas lle­ga 1975 y todo cam­bia. Cuan­do aca­ba­ron los tumul­tos estu­dian­ti­les de la uni­ver­si­dad, se disol­vie­ron o trans­for­ma­ron los gru­pos polí­ti­cos clan­des­ti­nos a los que muchos per­te­ne­cía­mos. Nos que­da­mos huér­fa­nos de ofi­cio y de bene­fi­cio. Había que bus­car unas vías de esca­pe para no que­dar­se en el lim­bo, la revo­lu­ción tal como la había­mos enten­di­do has­ta ese momen­to resul­tó ser un came­lo y los miem­bros de los par­ti­dos polí­ti­cos de izquier­da comen­za­ron a inte­grar­se como eje­cu­ti­vos y abo­ga­dos en la nue­va socie­dad. 

Y aquí tenéis a un gru­po de vie­jos lucha­do­res que encuen­tran su sali­da en un ofi­cio que se acer­ca mucho a la polí­ti­ca pero con la ven­ta­ja de que no lo es. Un empleo inde­pen­dien­te en el que uno pue­de desa­rro­llar sus facul­ta­des lite­ra­rias. Hubo muchas cla­ses de perio­dis­tas de aque­lla épo­ca de diás­po­ra pro­fe­sio­nal. Los que se metie­ron en el ofi­cio, en plan opor­tu­nis­ta, con la espe­ran­za de con­se­guir un des­pa­cho o un car­go y aque­llos otros que que­ría­mos seguir la lucha por la inde­pen­den­cia de cri­te­rio por otros medios: el perio­dis­mo puro, el de voca­ción. La acti­vi­dad polí­ti­ca de nues­tra pri­me­ra juven­tud nos había con­ver­ti­do en tipos muy leí­dos y de gran sen­si­bi­li­dad social, de mane­ra que eso faci­li­tó nues­tra inte­gra­ción en redac­cio­nes de cali­bre.

En mi caso, los pri­me­ros pasos que di tras dejar mi anti­guo empleo fue en la redac­ción de la car­te­le­ra Qué y Dón­de. Aque­llo era un piso obre­ro del extra­rra­dio con un direc­tor y cua­tro plu­mi­llas que comen­za­ban a escri­bir sin mucha idea de lo que hacían. Las úni­cas redac­cio­nes pro­pia­men­te dichas que fun­cio­na­ban en la ciu­dad eran Las Pro­vin­cias y Levan­te. 

Recuer­da la tar­de que visi­té al direc­tor de este últi­mo dia­rio, que a la sazón seguía col­ga­do del Movi­mien­to, que no se movía. Me entre­vis­té nada menos que con José Bar­be­rá Arme­lles, direc­tor del dia­rio y padre de la falle­ci­da y legen­da­ria alcal­de­sa Rita Bar­be­rá. 

Aque­llo tuvo su gra­cia por­que el direc­tor, tras un escri­to­rio oscu­re­ci­do por un fle­xo de 60 watios, en su redac­ción ubi­ca­da en la Ave­ni­da del Cid, me pre­gun­tó si esta­ba dis­pues­to a cola­bo­rar. Así lo hice. Pero cual sería mi sor­pre­sa cuan­do a la hora de ir a cobrar mis magros tra­ba­jos sobre músi­ca, vi que no me daban ni una pese­ta. Bar­be­rá me lo expli­có son­rien­te con ese tono cíni­co tan pro­pio de la pro­fe­sión: le dije cola­bo­rar, mucha­cho, y quien cola­bo­ra no cobra.

Fue una dura expe­rien­cia tras la que vinie­ron muchas otras, como la de emplear­me en dia­rios muy diver­ti­dos, diri­gi­dos ambos por JJ Pérez Ben­lloch, y tan diver­ti­dos que se hun­die­ron como vie­jos bar­cos. Cerra­ron los perió­di­cos y el perio­dis­mo valen­ciano que­dó huér­fano de una pren­sa más o menos pro­gre­sis­ta. Por­que en Dia­rio de Valen­cia y Noti­cias al Día, que así se lla­ma­ban los rota­ti­vos, reu­nie­ron en sus redac­cio­nes a lo que des­pués sería el perio­dis­mo valen­ciano más com­pe­ten­te. Todos aque­llos chi­cos y chi­cas ansio­sos por hacer algo ofre­cie­ron lo mejor de si mis­mos has­ta que los con­sor­cios domi­nan­tes los macha­ca­ron. 

Aquí sí que se pro­du­jo una auten­ti­ca vía de esca­pe, escam­pá mejor, de tan­tos pro­fe­sio­na­les. Muchos se fue­ron a Las Pro­vin­cias y otros tan­tos al Levan­te. En este ulti­mo dia­rio el que esto escri­be sudó tin­ta y escri­bió de todo: colum­nas, repor­ta­jes, mas que el tos­tao en gene­ral. No todo lo escri­to está archi­va­do, pero sí ten­go mate­rial sufi­cien­te para des­mos­trar a mi mis­mo que hice algo que valía la pena. 

Mi paso por La Hoja del Lunes en los años 80 tam­bién fue glo­rio­so. Aquel arte­fac­to de dia­rio ges­tio­na­do por la Aso­cia­ción de Pren­sa, esta­ba en un bajo de la calle Poe­ta Que­rol. Era el que más se leía por­que los lunes no salía pren­sa. Pero aque­llo no se pare­cía a una redac­ción. Era una ofi­cia­na sinies­tra como la de La Codor­niz, con vie­jos car­ca­ma­les del ancien régi­me que papa­ban mos­cas y cobra­ban. La letra la escri­bía­mos los jóve­nes recién lle­ga­dos. Se tras­la­dó aquel libe­lo a unas naves del barrio de Mali­lla, don­de un gru­po de jóve­nes, al man­do de Sal­va­dor Bar­ber tra­ta­mos de hacer un perio­dis­mo de cali­dad. Fue inú­til.

 La pren­sa deci­dió salir los lunes y el cho­llo de la Hoja se fue al gare­te por una ges­tión funes­ta. Está por escri­bir la his­to­ria del perio­dis­mo valen­ciano de los 70 has­ta aquí. Lo que sí que es cier­to es que ade­más de dar­nos de comer a muchos supu­so el ejem­plo genuino de una vía de esca­pe para salir de la nada. Muchos de mis com­pa­ñe­ros de trin­che­ra han des­pa­re­ci­do de la letra impre­sa. El que esto escri­be, jun­to a algu­nos ague­rri­dos com­pa­ñe­ros, con­ti­nua­mos escri­bien­do, bus­can­do vías de esca­pe para sen­tir­nos vivos en el ofi­cio más puñe­te­ro del mun­do.

 

 

 

 

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