Disponer en la casa familiar de una biblioteca bien surtida es fundamental para la formación de los que allí viven.
Yo tuve la suerte de tener acceso a la gran biblioteca paterna y eso me hizo diferente. Pese a vivir una adolescencia en una época bastante mediocre en la que casi nadie leía mas que diarios de futbol o de cotilleos. Un tiempo que denostaba el conocimiento, yo navegué en territorios recónditos de este mundo gracias a los libros.
Una vez le preguntaron a Borges en la televisión qué hecho había sido el más decisivo de su infancia: “Tener acceso a la biblioteca de mi padre”, contestó sin vacilar. Cuanta verdad hay ahí, porque podríamos diferenciar a las personas por ese dato: aquellos que tuvieron la fortuna de tener libros en la casa familiar y los otros que carecieron por completo de ellos.
Mi caso es de los primeros y leer esa frase del gran escritor argentino me llevó a mis incursiones en la gran biblioteca paterna que nunca me fue vedada y que constituyó siempre el santuario de la casa familiar. Una biblioteca repleta de volúmenes editados durante la República que luego fueron prohibidos. Poseerlos costaba la cárcel, pero muchos intelectuales de la época supieron mantenerlos a buen recaudo. La biblioteca de mi padre era una selva tropical donde pululaban todas las especies. Desde la literatura decimonónica mas clásica hasta los libros claves del silo XX como «La peste» de Camus o la obra completa de los grandes escritores hispanos: Delibes, Gómez de la Serna, Alberti…
Era habitual en ciertas familias de nuevos ricos el decorar un salón con sus baldas para libros. Era de postín, aunque el dueño no leyera ni los titulares en los quioscos de la ciudad. “¿Qué temas prefiere?”, preguntaba el decorador y el zote le contestaba que no le importaba el tema, lo que contaba es que hiciera bonito. Era gente que no leía ni así le mataran.
Las autoridades de la España de la posguerra ya se preocuparon de alertar a las gentes de los peligros de la lectura. La Iglesia es un clásico. Para esta institución el misal sería lo mas interesante. Hace poco contemplé una fotografía en la prensa que me dejó helado: la quema de libros en la plaza pública de una capital de provincia al finalizar la guerra. Exactamente igual que las famosas fotos de los nazis en Alemania. Nosotros, por lo que se ve, también vivimos esa película de terror.
Yo entraba como un ratón curioso en la biblioteca de mi progenitor y comenzaba a escrutar volúmenes. Aquel cuarto de la casa paterna era un templo de curiosidades en el que no solo los libros, de todos los tamaños y temas, sino las revistas y los discos de gramófono eran el equivalente a disfrutar de una feria. Por descontado, fue mi progenitor quien comenzó a instruirme sobre la manera de viajar por aquel mundo sin equivocarme de camino.
Mi padre no cometió el error de darme tochos aburridos, aunque buenos, a una edad que no entretienen. Pérez Galdós o Lope de Vega, por ejemplo, fueron autores que no leí hasta muy tarde. Los primeros libros que me dejó leer fueron las obras de Blasco Ibáñez. A los diez años ya había leído desde «Arroz y Tartana» hasta «Mare Nostrum», «Los Cuatro jinetes de la Apocalipsis» y las de aventuras sobre la Guerra Mundial. De hecho, la mitad de los libros de aquella biblioteca los había editado el valenciano en su editora Prometeo. Blasco fue ejemplar en la edición de la cultura universal y su difusión entre las clases populares.
Según la edad me fue ofreciendo curiosidades, ya de adolescente me dejó entrar en Camus, Giovani Papini y sus extraños «Gog» y «El libro negro» y sobre todo, la culminación fue Dostoievski y su «Crimen y Castigo». Mi padre tenía su escritorio en el centro de aquella biblioteca que ahora es un sueño de juventud. Lo utilizaba para su pasión fundamental, escribir. Tras las mañanas de trabajo, laboraba como escribiente en una empresa y utilizaba las tardes para escribir sus cosas, que nunca publicó. Lo más interesante de aquellos tiempos de la biblioteca mágica es el recuerdo de cuando descubrí la llave que abría un cajón del escritorio de caoba antiguo en el que mi padre guardaba sus secretos. Ese secreto fue, más que toda la cultura escrita que allí había, “el más decisivo de mi infancia”, siguiendo la frase de Borges.
El cajón de la llave estaba lleno de revistas eróticas de mujeres desnudas, editadas en América y de libros eróticos anticlericales. Aquel material fue el regocijo de mis amigos durante mucho tiempo. Nunca sabré si mi padre se enteró de que había descubierto su refugio prohibido de material erótico pero fue decisivo. Tener acceso a la biblioteca aquella me convirtió en un tipo curioso y ese es uno de los legados más importantes que heredé de mi infancia.
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