Este año se cumple siglo y medio del nacimiento del poeta más grande que ha tenido este país en el siglo XX. Murió huyendo de la barbarie.
Todo fue desolación aquel 22 de febrero de 1939 en un campo de concentración de Francia. Pero Antonio Machado dejó escrito en su bolsillo un poema hallado de milagro. Su herencia más hermosa para todas las generaciones literarias que ha llegado después. “Estos días azules y ese sol de la infancia…”. ¿No recorre un escalofrío de placer al leerlo? Lo último de Machado, el poema príncipe de la poesía española, encontrado como un talismán al fondo de una americana remendada. Como el guion de una novela de espías.
Aquella tarde de primavera visité por primera vez, Villa Amparo, el chalet donde pasó Antonio Machado los últimos días en Valencia antes de cruzar la frontera, una casa solariega de jardines afrancesados que parecen conservar los aromas de la poesía más bella. Aquel día, lo puedo jurar, vi el fantasma de don Antonio deambulando desamparado y entusiasta, por las estancias todavía cerradas del chalet mitológico.
Tras años de olvido, por fin la casa, Villa Amparo, se ha convertido en la casa de los poetas y dispone de visitas guiadas y pone en el mapa la hermosa localidad valenciana de olor a jazmines y romero. Aquella tarde en Villa Amparo un espíritu elegido por los dioses paseaba por el jardín solitario. Un hombre que murió en la más absoluta miseria y desolación. La visión del poeta paseando por las habitaciones lúgubres y de paredes desnudas y desconchadas y luego por los setos y entre buganvillas fue fulminante; presa de cierto pánico literario, bajo la presión de la excelencia del arte, lo inalcanzable de la escritura perfecta de un genio, abandoné el lugar y me reuní con mis amigos que asistían a una lectura de poemas en un cenador adjunto.
Atrapado por la figura y la obra de don Antonio Machado, un sevillano que es más bien un paria universal, cuya obra que resplandece desde Lisboa a Barcelona, fue espectacular; tiene un papel esencial en nuestra formación estética y sus libros y poesías han formado desde su escritura antes de la guerra a miles de lletraferits.
Mitómanos de la grandeza de la poesía, Machado y Lorca, dos artistas de la poesía española que mas allá de epítetos y elogios, integran los que muchos han querido llamar lo español, pero es mas lo ibérico. Dudo que se haya escrito con tanta fuerza e intensidad en el siglo XX como lo hicieron estos dos bardos, cuyo brillo y humanidad excesiva, incomparable, los llevo a generar el odio de los ignorantes y violentos.
Machado fue poeta puro. Un señor de torpe aliño indumentario pero siempre con su sombrero y corbata, su rostro macilento y triste y sin afeitar y toda la alegría de la poesía dentro de su alma. “Tengo dentro de un herbario/ una tarde delicada /lila, violeta y dorada. Caprichos de solitario-“. Este hombre que se autodefinió en su famoso poema como torpe y desastrado, llevaba dentro el jardín más feraz del mundo.
Manejó el castellano con una gracia y donosura que su forma de hacer y sentir sigue siendo guía para caminantes. Pero volvamos a su final, tirado como un trapo, aterido, en un hotel de la frontera francés, refugiado ilustre que como uno mas, acompañaba a su vieja madre intentando huir de la barbarie. “Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón”. Picasso, Hernandez, Vallejo, Góngora, sobrevuelan estos versos como aplicados discípulos. Y esos últimos días de muerte en un agujero inmundo de Colliure tienen un detalle esencial en la historia del romanticismo literario. De la vanguardia más rabiosa y la lucha por la vida y la dignidad hasta el último momento.
A don Antonio se le encontró un papelito arrugado en su chaqueta raída. Su cadencia aun resuena como un estruendo de libertad en este siglo XXI seguirá sonando como una cumbre de la belleza. Fue un milagro que se encontraran estos dos versos en ese papel. Cantaban: Estos días azules y ese sol de la infancia”.
Ese fue el último suspiro del poeta más grande que ha dado este país a la modernidad. A los 150 años de su nacimiento, ese verso precipitado, escrito en el último momento, que lleva dentro todo el dolor y la felicidad de la poesía, es más que un poema. Es un elixir impagable. El último verso del ultimo hombre antes del Apocalipsis. El que remite a la esperanza imbatible. A lo que nadie ni nada nos puede quitar, la alegría y el recuerdo grato de la niñez.
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