Estrenamos sección mensual sobre reflexiones de la vida diaria.
Escritora y publicista. Ha publicado tres novelas, escribe proyectos para cine y ha dirigido un cortometraje. Además, es directora de Upgrade Marketing Agency y del Máster de Marketing Digital de IEM.
¿En qué momento nos convertimos en los adultos que, de niños, veíamos como señores y señoras de edad indeterminada?
Pensemos por un momento en nuestros padres cuando tenían nuestra edad. Eran unos señores. Pero señores en plan auténticos señores. A partir de los treinta ellos ya estaban más que instalados en su papel de personas de mediana edad, con vidas que giraban en torno al trabajo, la familia, las responsabilidades, y como mucho un aperitivo el domingo. No se iban de afterwork con sus compañeros de curro, ni salían de cena o viajaban solos con amigos. Tampoco emprendían nuevos hobbies o nuevas profesiones, ni hacían deporte como locos, y desde luego no se volvían runners a los cuarenta.
Nosotros, en cambio, hemos redefinido lo que significa ser adulto, estirando el lifestyle de nuestra juventud como un chicle Boomer (aunque para boomers, nosotros). Y no es que queramos aferrarnos a la juventud —la mayoría tenemos trabajos, hijos y una espalda que cruje al agacharnos—, pero en lo esencial, nuestra vida no ha cambiado tanto. Tenemos grupos de amigos muy activos, seguimos haciendo escapadas improvisadas al último destino lowcost de Ryanair, yendo a festivales de música aunque ya no nos suene ningún grupo, riéndonos de las mismas chorradas, comprándonos las zapas de moda (aunque sin saber bien cómo combinarlas), pidiendo whiskolas cuando salimos, y teniendo la sensación de que la juventud no es una etapa, sino un estado mental del que nadie nos avisó que habría que salir.
Yo particularmente me siento de la misma edad que mis compañeros de trabajo y que mis alumnos veinteañeros. En realidad, me siento de la misma edad que todo el mundo, ya tenga veinte, treinta, o cincuenta. Y es que siento que ya no hay barreras generacionales que nos separan. No hay más que ver la concentración por metro cuadrado de Adidas Samba de gente de todas las edades.
Hasta que alguien nos llama «señor» o «señora» en el supermercado y nos pega una bofetada de realidad.
Porque claro, también está el otro lado. Ese momento en el que te das cuenta de que alguien a quien considerabas de “tu quinta” (otra expresión que nos delata), tiene casi la edad de tus hijos adolescentes. O cuando alguien nos habla de una película “antigua” y resulta que es de 2010. O cuando descubrimos que decir «mola» ya no mola.
Y es que, aunque nos creamos eternamente jóvenes, hay señales inequívocas de que no lo somos. Como descartar un bar porque tiene taburetes sin respaldo, soltar un «me renta» y que te miren raro porque lo has usado mal, necesitar un «gadgeto-brazo» para leer la carta de un restaurante, o que tus canas ya no sean «un par de mechones rebeldes», sino un ejército bien organizado. O, como me ha pasado a mí esta semana, descubrir que el emoji del corazón morado, que utilizo en todas mis comunicaciones, significa en realidad estar cachondo.
Y ahí es cuando aceptas la realidad: el espíritu será joven, pero las resacas te duran tres días y ya padreas. Y mucho.
Comparte esta publicación
Suscríbete a nuestro boletín
Recibe toda la actualidad en cultura y ocio, de la ciudad de Valencia