A las 8 sali­mos a aplau­dir en los bal­co­nes a nues­tros médicos/as y enfermeras/os. Otros se con­ju­gan para dar­le a las cace­ro­las, toda­vía por moti­vos polí­ti­cos, cuan­do en reali­dad el tiem­po de la polí­ti­ca se ha con­ge­la­do. Los fun­cio­na­rios se ganan el suel­do a ojos de la ciu­da­da­nía, y no diga­mos los emplea­dos de los super­mer­ca­dos y los autó­no­mos de las para­das en los mer­ca­dos, o en las pana­de­rías y en los col­ma­dos de barrio. O los abne­ga­dos far­ma­céu­ti­cos. Y los kios­que­ros, últi­mos mohi­ca­nos del papel antes de que se ago­te toda la celu­lo­sa del pla­ne­ta.

El res­to vivi­mos angus­tia­dos por la eco­no­mía por­que nun­ca antes la rue­da del mer­ca­do se había dete­ni­do tan­to ni las bol­sas se agu­je­rea­ban con ese ahín­co. Hemos apren­di­do a con­ver­sar en gru­po por Sky­pe, Face time o Hand out, recu­pe­ran­do ami­gos o con­tac­tos de años ha, y encon­tra­do nue­vos sen­ti­dos al paso del tiem­po. Hay una corrien­te prin­ci­pal, el mains­tream que dicen los anglo­sa­jo­nes, que vive aho­ra en inter­net. Entre bulos, men­sa­jes ami­gos, vídeos crea­ti­vos que des­bor­dan ima­gi­na­ción, expli­ca­cio­nes didác­ti­cas y cere­mo­nias de la con­fu­sión.

Todos empe­za­mos rién­do­nos de los chi­nos por­que algu­nos comían mur­cié­la­go, y has­ta ani­ma­les exó­ti­cos, como ese pan­go­lín que no salía ni en los cru­ci­gra­mas. ¡Pero qué tipos tan raros y tan des­ba­ra­ta­da­men­te comu­nis­tas que hacen hos­pi­ta­les en diez días! Nin­gún país occi­den­tal, ni mucho menos la Unión Euro­pea –a la que toda­vía se le espe­ra–, envió dele­ga­cio­nes téc­ni­cas a Pekín para saber lo que real­men­te esta­ba suce­dien­do. Los chi­nos vivían bajo un apa­gón infor­ma­ti­vo y aho­ra sabe­mos que su ejér­ci­to inclu­so cerra­ba los edi­fi­cios de Wuhan con cade­nas para evi­tar que la gen­te salie­ra a la calle. Orien­te no cree en la liber­tad indi­vi­dual, tie­ne una visión más holís­ti­ca del yo.

Aquí en Euro­pa lo vivi­mos de otra mane­ra. Las alar­mas sona­ron dema­sia­do tar­de, y aún así hay quien toda­vía sigue pen­dien­te de irse al cha­let en fin de sema­na. Es ver­dad que no ha emer­gi­do nin­gún Wins­ton Chur­chill para pro­me­ter “san­gre, sudor y lágri­mas”, pero por esta vez la cla­se polí­ti­ca no es la prin­ci­pal res­pon­sa­ble por más que se detec­te cier­ta pusi­la­ni­mi­dad en inte­rrum­pir las mas­cle­tás, renun­ciar al 8M o impe­dir un mitin polí­ti­co en Vis­ta­le­gre. Hubo polí­ti­cos de un mis­mo par­ti­do que se que­ja­ban de la orden de cie­rre esco­lar en su auto­no­mía, mien­tras otros tar­da­ban lo suyo en deci­dir la sus­pen­sión de la Sema­na San­ta o la Feria de abril al mis­mo tiem­po que sus jefes nacio­na­les exi­gían más medi­das des­de Madrid.

En gene­ral, las catás­tro­fes nos igua­lan a todos en huma­ni­dad. Es bajo el por­cen­ta­je de mise­ra­bles que se mofan de las des­gra­cias aje­nas o apro­ve­chan esas cir­cuns­tan­cias para sacar pro­ve­cho. Según los etó­lo­gos, exper­tos en el estu­dio del com­por­ta­mien­to ani­mal, los pri­ma­tes a cuyo árbol genea­ló­gi­co per­te­ne­ce­mos, esta­mos pre­des­ti­na­dos gené­ti­ca­men­te al altruis­mo. Es una for­ma de super­vi­ven­cia, por más que de vez en cuan­do se detec­ten acti­tu­des beli­co­sas de gru­pos e inclu­so ten­den­cias ase­si­nas en algu­nos indi­vi­duos. Con­tra ellos se alza la reli­gión y la éti­ca filo­só­fi­ca. De esa vio­len­cia tra­ta El señor de las mos­cas de William Gol­ding, o los estu­dios sobre los chim­pan­cés sil­ves­tres de Jane Goo­dall.

Algu­nas crí­ti­cas han sido des­pia­da­das con Fer­nan­do Simón, el epi­de­mió­lo­go que diri­ge des­de hace doce años el Cen­tro de Coor­di­na­ción de Aler­tas y Emer­gen­cias Sani­ta­rias del Minis­te­rio de Sani­dad, el hom­bre del pelo blan­co y las cejas revuel­tas que tra­ta de expli­car a perio­dis­tas y espec­ta­do­res las noti­cias cien­tí­fi­cas del coro­na­vi­rus Covid-19. A Simón se le repro­cha que en ape­nas unos días pasá­se­mos de un con­ta­gio con­tro­la­do a una epi­de­mia expo­nen­cial. Si este doc­tor sabía algo más y no lo comu­ni­ca­ba sus razo­nes ten­dría: evi­tar el alar­mis­mo social, supo­ne­mos.

El error hay que bus­car­lo en el des­abas­te­ci­mien­to de mate­rial sani­ta­rio, pero la
sobre­ac­tua­ción en tiem­pos de cata­clis­mo pue­de pro­vo­car efec­tos per­ver­sos en la colec­ti­vi­dad. Hemos vis­to peque­ños epi­so­dios con el públi­co lan­zán­do­se sobre los
comes­ti­bles y los rollos de papel, pero tam­bién hacien­do aco­pio de armas y car­tu­chos en los Esta­dos Uni­dos. El con­trol social for­ma par­te de las obli­ga­cio­nes de los gobier­nos, aun­que hace más de dos meses que no hay mas­ca­ri­llas y desin­fec­tan­tes en las far­ma­cias espa­ño­las. Nun­ca hubo un plan alter­na­ti­vo por si la con­tin­gen­cia era pan­dé­mi­ca. Ni aquí ni en el res­to de Euro­pa.

Tal vez los médi­cos espa­ño­les, la úni­ca pro­fe­sión que ganó res­pe­ta­bi­li­dad duran­te el fran­quis­mo, pequen de pater­na­lis­mo y fal­ta de peda­go­gía didác­ti­ca, pero no es fácil hacer polí­ti­ca sani­ta­ria cuan­do ésta es capaz de absor­ber los mayo­res pre­su­pues­tos ima­gi­na­bles. La salud nun­ca tie­ne sufi­cien­te, y en este caso se tra­ta de una nue­va infec­ción, de la que se des­co­no­cen dema­sia­das par­ti­cu­la­ri­da­des y cuyo estu­dio, con micros­co­pios de elec­tro­nes con ópti­cas de millo­nes de aumen­tos, no está al alcan­ce de cual­quie­ra. Los bue­nos médi­cos lle­van años rei­vin­di­can­do más estu­dios en comu­ni­ca­ción.

Sepa­mos, en cual­quier caso, que mien­tras unos siguen que­rien­do irse de fies­ta o
inun­dan con noti­cias fal­sas las redes socia­les, en los hos­pi­ta­les colap­sa­dos de Madrid o el País Vas­co se viven esce­nas dan­tes­cas, en las que se eli­ge entre man­te­ner con vida y dejar morir, como en la nove­la La deci­sión de Sophie de William Sty­ron que lle­vó al cine Alan Paku­la con Meryl Streep. Es tan devas­ta­do­ra moral­men­te esta situa­ción que orga­ni­za­cio­nes cole­gia­les de médi­cos ya han pedi­do esta­ble­cer un pro­to­co­lo para que nadie se sien­ta solo ante un dile­ma de tal natu­ra­le­za. La medi­ci­na sue­le enfren­tar­se a dile­mas éti­cos pero ver las ucis con­ver­ti­das en cam­pos de bata­lla ha de resul­tar estre­me­ce­dor.

Dejó escri­to Theo­dor Adorno, el filó­so­fo ale­mán, que des­pués de Ausch­witz en el
mun­do no vol­ve­ría a flo­re­cer la poe­sía. Se equi­vo­ca­ba, sí, en lo con­cre­to, pero no en
cuan­to a la metá­fo­ra sobre la hon­du­ra de la heri­da aní­mi­ca que el holo­caus­to iba a
supo­ner para la civi­li­za­ción huma­na. Es de espe­rar que este bicho víri­co que nos ace­cha sir­va, al menos, para hacer­nos repen­sar nues­tro orden social, ese por el cual paga­mos millo­nes por un fut­bo­lis­ta y man­te­ne­mos en cua­dro los cen­tros de inves­ti­ga­ción, cul­tu­ra y for­ma­ción.

Artícu­lo publi­ca­do en Leva­n­­te-EMV el 22 de mar­zo

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