Una ciu­dad que no tras­cien­da lite­ra­ria­men­te no es una ciu­dad ni es nada, que diría el fun­da­dor de Pla­ne­ta, el legen­da­rio José Manuel Lara. La ciu­dad nove­la­da lle­gó a ser una obse­sión en algu­nos escri­to­res del perio­do natu­ra­lis­ta. Emi­le Zola y sus obras sobre la mis­ma París, Mar­se­lla o Roma. Ovie­do que no exis­ti­ría sin su Cla­rín. Blas­co Ibá­ñez que igual narra­ba la epo­pe­ya de un pes­ca­dor de la Albu­fe­ra como la de un jor­na­le­ro agrí­co­la o un ten­de­ro del Mer­ca­do Cen­tral de Valen­cia.

Y es pre­ci­sa­men­te a raíz de Blas­co, de su nega­ción como escri­tor vigen­te, y tam­bién en el entorno menes­tral del Mer­ca­do ubé­rri­mo de Valen­cia, el cuerno de la abun­dan­cia bajo sus bóve­das de moder­nis­mo agra­ris­ta, que una joven nove­la está cau­san­do furor en la capi­tal valen­cia­na. Norue­ga, de Rafael Lahuer­ta Yúfe­ra.

Se tra­ta de un libro con una lumi­no­sa voz inte­rior que va des­ve­lan­do a los per­so­na­jes y sus iti­ne­ra­rios por los bares y esqui­nas de la ciu­dad. Una voz que irá des­cu­brien­do el argu­men­to de su pro­pio libro, el des­ve­la­mien­to del ser en el deam­bu­lar de lo urbano. No hay monu­men­tos, ni pai­sa­je aman­te del cine. La ciu­dad fun­cio­na de modo supe­rior en la lite­ra­tu­ra, tal vez por­que las his­to­rias ver­da­de­ra­men­te inten­sas son siem­pre huma­nas, pro­por­cio­nan mitos y leyen­das antro­po­mor­fas, tie­nen poco que ver con la arqui­tec­tu­ra.

Una cer­ve­ce­ría corrien­te y molien­te, sin valor esté­ti­co alguno, visi­ta­da en su juven­tud por James Joy­ce, se con­vier­te en un espa­cio de cul­to para mitó­ma­nos del autor de Dubli­nes­ses, quien pre­ci­sa­men­te escri­bió esta obra entre los cafés lite­ra­rios de la Tries­te de Ita­lo Sve­vo. Lo mis­mo ocu­rre con la Lis­boa de Pes­soa, el Brooklyn de Aus­ter, el París de Cor­tá­zar, la man­nia­na Muer­te en Vene­cia alcan­zan­do el Lido, la Bar­ce­lo­na de Men­do­za o el Madrid de Ramón Aye­rra. 

Lahuer­ta ha escri­to una obra ceni­tal. La gran nove­la de la Valen­cia his­tó­ri­ca, la Ciu­tat Vella, de su deca­den­cia a lo lar­go de los años 70 y 80, subor­di­na­da por el ensan­che de la metró­po­li y la lle­ga­da de legio­nes de turis­tas y cru­ce­ros. Ese es el con­tex­to en el que su pro­ta­go­nis­ta, un aspi­ran­te a escri­tor como el Mar­tin Eden de Jack Lon­don, irá tran­si­tan­do de la ado­les­cen­cia en gru­po a la sub­je­ti­vi­dad juve­nil, sal­to deci­si­vo en un nove­lis­ta.

De tal gui­sa que Norue­ga es una obra sobre la vida entre Vellu­ters y el Mer­cat, entre la plat­ja y el riu, pero al mis­mo tiem­po lo es de la ini­cia­ción en la vida adul­ta de un joven. Nove­la de apren­di­za­je, la Bil­dungs­ro­manque dicen los ale­ma­nes toman­do un rotun­do gali­cis­mo: la pér­di­da de la ino­cen­cia que trans­cu­rre en el mun­do con­tem­po­rá­neo des­de la infan­cia a la ado­les­cen­cia, la juven­tud, el sexo y los des­en­ga­ños de toda con­di­ción. Tan­tas cosas que solo exis­ten des­de la revo­lu­ción indus­trial.

Norue­ga es un nove­lón, y así lo pal­pan los lec­to­res, pues de boca en boca ha alcan­za­do ya una cuar­ta edi­ción a pesar de estar publi­ca­da por una modes­ta edi­to­rial, Dras­sa­na, y hacer­lo en un valen­ciano colo­quial, per­fec­ta­men­te enten­di­ble por cual­quie­ra. Un acon­te­ci­mien­to cul­tu­ral cer­cano a lo mila­gro­so. Aho­ra hay que espe­rar a que algu­na de las gran­des edi­to­ras se intere­se por lan­zar­lo en cas­te­llano, o bien que el mer­ca­do cata­lán acep­te su libro ori­gi­nal pla­ga­do de modis­mos sure­ños.

Al res­pec­to caben algu­nas refle­xio­nes. La pri­me­ra que las edi­to­ria­les ya no se guían por el talen­to de sus escri­to­res y ya no cuen­tan con depar­ta­men­tos de caza­do­res de nue­vos auto­res. Tam­po­co veo a un lec­tor de manus­cri­tos cas­te­lla­nos echán­do­le un vis­ta­zo a un libro en valen­ciano. Los pre­jui­cios del espa­ño­lis­mo.

Al mis­mo tiem­po, Cata­lu­ña devie­ne endo­gá­mi­ca en casi todos sus nive­les, inclu­yen­do el lite­ra­rio. En el micro­mer­ca­do de las letras cata­la­nas, que al menos exis­te como un peque­ño comer­cio, no pare­cen caber los auto­res valen­cia­nos sal­vo entre mino­rías pírri­cas o cuan­do el escri­tor de turno se pasa el día en TV3 decla­ran­do su amor y su fe sobe­ra­nis­ta. Cata­lu­ña pien­sa en tér­mi­nos men­tal­men­te expan­si­vos y orto­do­xa­men­te ideo­lo­gi­za­dos cuan­do habla de los Paí­ses Cata­la­nes, pero en reali­dad ni entien­de ni acep­ta la insu­la­ri­dad ni el sur de su pro­pia cul­tu­ra, dema­sia­do diver­sa y crio­lla para con­vi­vir con la idea de una sin­gu­la­ri­dad que jus­ti­fi­que su inde­pen­den­cia.

El caso de Rai­mon es reve­la­dor al res­pec­to: resi­den­te en Bar­ce­lo­na des­de hace más de cua­ren­ta años, con­si­de­ra­do un genuino repre­sen­tan­te de la cançó cata­la­na, pero cono­ce­dor de la reali­dad valen­cia­na, se mani­fes­tó con­tra­rio al pro­ce­so inde­pen­den­tis­ta uni­la­te­ral, por lo que pade­ció una exco­mu­nión en toda regla por par­te del sane­drín nacio­na­lis­ta y twit­te­ro.

Lahuer­ta, por el con­tra­rio, es un buen ejem­plo de con­vi­ven­cia fér­til entre dos len­guas y dos cul­tu­ras en un mis­mo terri­to­rio, cuya vecin­dad en todos los órde­nes hace inne­ce­sa­rias más expli­ca­cio­nes sobre las con­ta­mi­na­cio­nes lin­güís­ti­cas. El indi­vi­dua­lis­mo valen­ciano, libre de posi­cio­na­mien­tos polí­ti­cos, tien­de a la coexis­ten­cia. De hecho, podría ser un buen ejem­plo de coha­bi­ta­ción entre la cas­te­lla­ni­dad y la cata­la­ni­dad a poco que se lo pro­pu­sie­ran los polí­ti­cos en un gran acuer­do que afi­na­ra la ense­ñan­za lin­güís­ti­ca.

El autor de Norue­ga es todo un aban­de­ra­do de ese tipo de mix­tu­ras. De joven fue el diri­gen­te de una peña fut­bo­lís­ti­ca, el lla­ma­do Gol Gran de Mes­ta­lla, una gra­da de ani­ma­ción, don­de cada domin­go de par­ti­do se des­ple­ga­ba una pan­car­ta gigan­te con algún afo­ris­mo inte­li­gen­te sobre el fút­bol como mate­ria de los sue­ños y emo­cio­nes, escri­ta en cas­te­llano o valen­ciano, indis­tin­ta­men­te. Las len­guas amplían la per­cep­ción del mun­do, no la limi­tan.

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