Enri­que Oca­ña, uno de nues­tros filó­so­fos más inci­si­vos y menos aca­dé­mi­cos, ha publi­ca­do, tras años de silen­cio, un libro incla­si­fi­ca­ble, difí­cil de tole­rar para men­tes estre­chas, tan ameno como pro­fun­do, que nin­gún lec­tor ave­za­do y des­pre­jui­cia­do debe­ría per­der­se.

Con­fe­sio­nes de un filó­so­fo des­apa­re­ci­do en com­ba­te (edi­to­rial Pre-Tex­­tos, Valen­cia) es una rara avis den­tro de nues­tras letras, y lo es por una serie tan bien nutri­da de razo­nes, que no podre­mos aquí men­cio­nar­las todas. En pri­mer lugar cabe una adver­ten­cia: los pro­pen­sos a escan­da­li­zar­se debe­rían man­te­ner­se muy lejos de sus pági­nas, pues a pri­me­ra vis­ta se diría que el autor ha des­en­te­rra­do el hacha de poner en fuga a todos los paca­tos que en el mun­do han sido, ya que la par­te con­fe­sio­nal del tex­to hace apa­re­cer al filó­so­fo des­apa­re­ci­do bajo espe­cie mal­di­ta: dro­go­de­pen­dien­te, arrui­na­do por todas las for­mas de la rui­na, manía­­co-depre­­si­­vo diag­nos­ti­ca­do y, suje­to pacien­te, en fin, de una lar­ga serie de expe­rien­cias lími­te que van com­po­nien­do un via­je ini­ciá­ti­co en pos de la dio­sa Ate­nea.

Aho­ra bien, ¿en reali­dad es su inten­ción la de escan­da­li­zar­nos? En abso­lu­to: el filó­so­fo reapa­re­ci­do en bue­na hora –la de su humil­dad gana­da de camino a Íta­ca– no pre­ten­de per­der el tiem­po en tales minu­cias, sino sim­ple­men­te com­par­tir una expe­rien­cia extre­ma de vida, pues el amor no cono­ce el mie­do ni comul­ga con tibie­zas. ¿Es enton­ces este un libro de tono amo­ro­so? De prin­ci­pio a fin, pues habién­do­las pasa­do tan amar­gas el autor, no encon­tra­mos en su expre­sión un ras­tro de amar­gu­ra, una que­ja, una acu­sa­ción des­tem­pla­da, nin­gu­na cla­se de ren­cor, aun­que sus pági­nas estén lle­nas de lla­ma­das de aten­ción hacia este des­pro­pó­si­to gene­ral que hoy nos gobier­na.

Con una pro­sa ele­gan­te, vivaz, que jue­ga con las per­so­nas del ver­bo, y está lle­na tan­to de vigor narra­ti­vo como de capa­ci­dad ana­lí­ti­ca –casi siem­pre tru­fa­da de hallaz­gos poé­ti­cos–, Enri­que nave­ga las aguas pro­ce­lo­sas de su bio­gra­fía. No debe de ser nada fácil des­nu­dar­se así y, sin embar­go, el filó­so­fo reapa­re­ci­do en bue­na hora –muy lejos del exhi­bi­cio­nis­mo– lo hace como si estu­vie­ra sen­ta­do a solas sobre un camas­tro duro, en una cel­da fran­cis­ca­na, qui­tán­do­se las pren­das en pre­sen­cia sólo de dios, un dios que es aquí el cora­zón, el pro­pio cora­zón atri­bu­la­do y escla­re­ci­do.

Su his­to­ria fami­liar, con una madre gita­na y bai­lao­ra de tablaos, la Gita­ni­lla de Bron­ce, y el padre ator­men­ta­do por la rui­na men­tal y eco­nó­mi­ca –que tuvo final de perro en la cune­ta–, no deja­rá a nin­gún lec­tor indi­fe­ren­te, pues resul­ta apa­sio­nan­te, así como la peri­pe­cia del pro­pio filó­so­fo, siem­pre pres­to a pasar por enci­ma de todo lo con­ve­nien­te y sen­sa­to para citar­se con lo des­co­no­ci­do, que es el úni­co no-lugar don­de uno pue­de negar­se a sí mis­mo ante el ver­da­de­ro cono­ci­mien­to. Dirán algu­nos algo espan­ta­di­zos: a ese pre­cio –psi­quiá­tri­cos, rui­na eco­nó­mi­ca y aca­dé­mi­ca, olvi­do, estig­ma­ti­za­ción social y labo­ral– mejor que­dar­se en igno­ran­te. Sin embar­go, en bus­ca de la ver­dad, el filó­so­fo hones­to debe apren­der a morir y estar ya muer­to, des­apa­re­ci­do en com­ba­te.

¿A qué lla­ma­mos dro­gas, y a qué lla­ma­mos filo­so­fía?, se pre­gun­ta Oca­ña a lo lar­go de estas lúci­das pági­nas. Sus múl­ti­ples res­pues­tas no tie­nen des­per­di­cio, pues el filó­so­fo –lejos ya de todo dog­ma­tis­mo, tra­ba­ja­do por el dolor, la vesa­nia y la com­pa­ñía coti­dia­na de la Par­ca, que desa­yu­na y cena con los auda­ces– no pre­ten­de adoc­tri­nar a nadie, sino invi­tar a todos a qui­tar­se la cami­sa de fuer­za de lo con­sa­bi­do para poder abrir los ojos, al menos, a la evi­den­cia de nues­tra supi­na igno­ran­cia. Reco­no­cer ren­di­da­men­te que uno no sabe quién o qué es, que nun­ca lo sabrá, es cono­cer­se a sí mis­mo a la mane­ra socrá­ti­ca, y cono­cer de paso el uni­ver­so y a los dio­ses. ¿Qué tie­ne hoy que apor­tar la filo­so­fía, inter­mi­na­ble­men­te enre­da­da en sus mara­ñas dia­léc­ti­cas, sobre este asun­ti­llo del cono­cer­se a sí mis­mo, del que sólo el silen­cio sin prin­ci­pio ni fin pue­de hacer­se car­go? Una filo­so­fía viva y hecha para la vida es lo que recla­ma el filó­so­fo reapa­re­ci­do en bue­na hora, y esta sólo es posi­ble poner­la en pie –como nos dejó escri­to Pla­tón– a par­tir de una asun­ción ple­na de nues­tra pro­pia muer­te, muer­te a toda ten­ta­ción de fun­dar el mani­co­mio de la iden­ti­dad pro­pia, des­de el que sólo vemos una minús­cu­la par­te del ser que somos, a la cual le otor­ga­mos el col­mo de la impor­tan­cia.

Con una inte­li­gen­cia chis­pean­te, una cul­tu­ra tan vas­ta como bien asen­ta­da en la ampli­tud de miras, y un don para lle­var­se al lec­tor de la mano des­de la pri­me­ra pági­na, Oca­ña ha escri­to un libro pro­tei­co don­de cabe casi todo de una mane­ra har­to armo­nio­sa y sor­pren­den­te: deli­cio­so en cada una de sus con­si­de­ra­cio­nes acer­ca de lite­ra­tu­ra, his­to­ria, socio­lo­gía, el fenó­meno de la adic­ción, los des­pe­ña­de­ros de la enfer­me­dad men­tal, los psi­quiá­tri­cos… En fin, más allá de su valor como lla­ma­da al des­per­tar de la con­cien­cia, que aquí inclu­ye no sólo una dimen­sión meta­fí­si­ca, sino el aper­ci­bi­mien­to urgen­te de la admi­nis­tra­ción de muer­te–en tér­mi­nos de Agus­tín Gar­cía Cal­vo– en que se ha con­ver­ti­do el sis­te­ma, Con­fe­sio­nes de un filó­so­fo des­apa­re­ci­do en com­ba­tees lite­ra­tu­ra de pri­mer orden, un acon­te­ci­mien­to para todos los aman­tes de la belle­za y el espí­ri­tu libre.

¿Es que el tra­to pro­lon­ga­do con las que til­da­mos, apre­su­ra­da­men­te, como dro­gas duras, ade­re­za­do con exce­sos vario­pin­tos, con­du­ce al pala­cio de la sabi­du­ría? Pues miren uste­des, lo más segu­ro es que uno vaya direc­to a los infier­nos, a no ser que su peri­plo esté guia­do, de prin­ci­pio a fin, por la aten­ción ecuá­ni­me, que es el más pre­cia­do don del que dis­po­ne­mos como seres cons­cien­tes. Enri­que Oca­ña, vapu­lea­do y roto has­ta el deli­rio, redu­ci­do a ceni­zas, rena­ce de ellas como uno más de los cofra­des de la loca sabi­du­ría, es un caso de luci­dez extre­ma halla­da en la mugre, en las sen­ti­nas del alma ape­rrea­da. Con la pier­na echa­da a per­der por la agre­sión de un des­al­ma­do, y cien males más enci­ma, lo sen­ti­mos hoy dan­zan­do entre cha­ma­nes y der­vi­ches. 

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