En los cuadros de Eduardo Arroyo abundan los tipos con sombrero. Ese complemento tan elegante ha desaparecido casi por completo de las testas del hombre moderno. En la indispensable retrospectiva del pintor que se exhibe en Bancaixa se palpa el amor de Arroyo por ese objeto inmortal.

Obra de Eduar­do Arro­yo expues­ta en la Fun­da­ción Ban­ca­ja.

Las obras que más me gus­tan del gran pin­tor cas­te­llano Eduar­do Arro­yo son aque­llas en las que hay som­bre­ros. En los cua­dros de este artis­ta del color y la iro­nía abun­dan los per­so­na­jes toca­dos con ele­gan­tes som­bre­ros; com­ple­men­to cla­ve en todas las cul­tu­ras que para des­gra­cia de la esté­ti­ca mun­da­na está casi a pun­to de des­apa­re­cer de las tes­tas fre­né­ti­cas del ciu­da­dano moderno. Arro­yo, entre otras muchas cosas, es un artis­ta ciné­ti­co y sus esce­nas son en oca­sio­nes como de pelí­cu­la.

Una visi­ta a la exce­len­te retros­pec­ti­va del pin­tor, comi­sa­ria­da por Mari­sa Oro­pe­sa, me ha hecho refle­xio­nar de nue­vo sobre la lamen­ta­ble des­apa­ri­ción de ese obje­to en la ico­no­gra­fía con­tem­po­rá­nea del ves­tir coti­diano de las gen­tes. Miras ese estu­pen­do cua­dro El regre­so del exi­lio, de 1977; esos caba­lle­ros toca­dos con sus ele­gan­tes som­bre­ros y abri­gos que aguar­dan no se sabe qué a bor­do de un bar­co y pien­sas en los som­bre­ros como algo entra­ña­ble, cáli­do, cer­cano, muy moderno y civi­li­za­do.

Com­ple­men­to tex­til de lo mejor de nues­tra cul­tu­ra ya no solo mas­cu­li­na sino feme­ni­na, pues se da la para­do­ja de que son aho­ra las muje­res las que más uti­li­zan el som­bre­ro de todas for­mas y colo­res. Pien­sas en som­bre­ros, no cual­quie­ra, sino en el legen­da­rio Fedo­ra de fiel­tro gris y ala cor­ta, con el que se toca­ba Bogart y su gabar­di­na, una segun­da piel para todo detec­ti­ve de los años 40 que se pre­cie. Y en Chand­ler y los gáns­ters, Al Capo­ne y Rocky Mar­ciano.

Obra de Eduar­do Arro­yo expues­ta en la Fun­da­ción Ban­ca­ja.

Fren­te a los ana­cró­ni­cos som­bre­ros de copa del siglo XIX que repre­sen­ta­ban el poder de aque­llos polí­ti­cos que orga­ni­za­ron las car­ni­ce­ría de la Gran Gue­rra, la apa­ri­ción a prin­ci­pios de los años 20 del som­bre­ro de ala cor­ta, de tono oscu­ro y con su cin­ta de seda, supu­so la demo­cra­ti­za­ción del com­ple­men­to y el sím­bo­lo de la entra­da en esce­na de las cla­ses medias y la demo­cra­cia.

Has­ta ese momen­to el tipo de som­bre­ro era icono de la lucha de cla­ses: los rica­cho­nes del som­bre­ro de copa y los pro­le­ta­rios con sus gorras y boi­nas. En nues­tros días, en ple­na deca­den­cia del macho alfa, resul­ta una gran para­do­ja que se haya exten­di­do la cos­tum­bre en los tíos de rapar­se la cabe­za al esti­lo del denos­ta­do y sal­va­je skin head. Un inten­to en algu­nos casos paté­ti­co de ocul­tar la alo­pe­cia y que recuer­da cier­ta agre­si­vi­dad tár­ta­ra, nada ama­ble.

Se renun­cia así a recu­pe­rar la ele­gan­cia del som­bre­ro que en el siglo XX fue pro­ta­go­nis­ta de muchos momen­tos este­la­res de la huma­ni­dad. Es una pena para la esté­ti­ca de nues­tro mun­do la pér­di­da del uso del famo­so som­bre­ro Fedo­ra, el más uni­ver­sal, usa­do por Bogart, Capo­te, Roo­se­velt, Openhei­mer o Johny Deep. Los som­bre­ros que pone Arro­yo en sus per­so­na­jes siem­pre son tipo Fedo­ra, el clá­si­co entre los clá­si­cos. El que lucía en la cabe­za de millo­nes de varo­nes a mitad del siglo XX.

Obra de Eduar­do Arro­yo expues­ta en la Fun­da­ción Ban­ca­ja.

Lejos del buro­crá­ti­co bom­bín inglés, que iro­ni­zó Magrit­te en sus cua­dros, y el chis­to­so cano­tier fran­cés. El som­bre­ro de ala cor­ta nació en las calles de Nue­va York y está liga­do a nues­tros héroes más que­ri­dos. Hoy ese som­bre­ro no se ve ni en pin­tu­ra y abun­dan los de ala ancha, los Pana­má de turis­ta que quie­re pare­cer­se a Dick Bogar­de en Muer­te en Vene­cia, pero sin pal­mar en la pla­ya.

El famo­so Pana­má que dis­fra­za de seño­ri­to colo­nia­lis­ta al que lo pasea. Ese com­ple­men­to hay que saber usar­lo. Es peno­so ver a cier­tos indi­vi­duos que siguen con el som­bre­ro pues­to cuan­do entran en algún lugar, bajo techo. Eso evi­den­cia vul­ga­ri­dad y mala edu­ca­ción, que en algu­nos luga­res como Méxi­co pue­de des­en­ca­de­nar una “bala­ce­ra”. Un som­bre­ro que ha adqui­ri­do mala fama en los últi­mos tiem­pos es el legen­da­rio Stetson, uti­li­za­do por los vaque­ros en las pelí­cu­las y aho­ra por las patru­llas teja­nas de fron­te­ra que macha­can emi­gran­tes, y tam­bién por los gua­pe­ras de cule­bro­nes.

Están el som­bre­ro de Explo­ra­dor o de caza­dor de ele­fan­tes, de alas defor­mes, y el som­bre­ri­to Mod, que lle­va­ba Sina­tra con muy poca ala, un tan­to maca­rra. Cosa apar­te es la mara­vi­llo­sa manu­fac­tu­ra de  los som­bre­ros Gua­ji­ros, de cam­pe­si­nos del azú­car en los tró­pi­cos, fabri­ca­do de paja. En la Ibe­ria vacía, en los remo­tos pue­blos de Ara­gón, aún sue­ño con los cam­pe­si­nos y cam­pe­si­nas toca­dos todos con sus som­bre­ros ama­ri­llos para gua­re­cer­se del calor ago­bian­te de agos­to en tiem­pos de sie­ga. El de los hom­bres, estre­cho, el de las muje­res de alas muy anchas y suje­tos con un coque­to pañue­lo a la bar­bi­lla para evi­tar que se vola­ra con el vien­to.

Del som­bre­ro de las Sega­do­ras a los que uti­li­zan las damas bri­tá­ni­cas en las carre­ras de caba­llos de Ascot hay un abis­mo de cla­se. Como dis­tin­ti­vo de esta­tus social, el cham­ber­go ha sufri­do tam­bién lo suyo. En los pri­me­ros meses de nues­tra gue­rra civil des­pa­re­ció de las calles en las zonas repu­bli­ca­nas, igual que los tra­jes, para evi­tar a sus usua­rios ser tacha­dos de bur­gue­ses y pasea­dos sin pie­dad por la esqui­zo­fre­nia de los mili­cia­nos des­con­tro­la­dos.

Se impu­so la boi­na y el blu­són de apren­diz y se dejó el som­bre­ro para los miem­bros del Gobierno, que no gober­na­ban, has­ta que lle­gó el som­bre­ro del doc­tor Negrín y orga­ni­zó mejor el pelia­gu­do asun­to. El som­bre­ro fue por enton­ces admi­nicu­lo de social­de­mó­cra­tas y libe­ra­les, jamás de comu­nis­tas y menos de anar­quis­tas. Lenin fue hom­bre de gorra. No así la nomen­cla­tu­ra sovié­ti­ca de la gue­rra fría, Niki­ta Jrushov, Brezh­nev y Gor­ba­chov que sí que lo usa­ron, el del tipo Sina­tra.

“No se tra­ta de pro­cla­mar el vie­juno argu­men­to de que se han per­di­do las for­mas, sino de lamen­tar la des­apa­ri­ción de expre­si­vi­dad y armo­nía que supo­nía el uso del som­bre­ro en los varo­nes”.

El quid de este asun­to es que la socie­dad sin som­bre­ro se ha vul­ga­ri­za­do de mane­ra alar­man­te. No se tra­ta de pro­cla­mar el vie­juno argu­men­to de que se han per­di­do las for­mas, sino de lamen­tar la des­apa­ri­ción de expre­si­vi­dad y armo­nía que supo­nía el uso del som­bre­ro en los varo­nes; los hacía más expre­si­vos en la for­ma de colo­cár­se­lo sobre la cabe­za, ladea­do, hacia atrás, sobre los ojos, eso per­mi­tía adi­vi­nar su talan­te mucho más que una mira­da. Las muje­res de hoy, empo­de­ra­das, segu­ras de sí mis­mas, ejer­cen una cre­cien­te uti­li­za­ción de som­bre­ros de ala cor­ta que las favo­re­ce mucho.

“Auto­rre­tra­to ante el caba­lle­te”, de Goya.

Des­co­noz­co por qué le gus­ta­ba tan­to pin­tar som­bre­ros al maes­tro Arro­yo. Pero una visi­ta a la expo­si­ción del madri­le­ño en la Fun­da­ción Ban­cai­xa es toda una expe­rien­cia y eso que hay pocos cua­dros con som­bre­ro. Y sin embar­go, siem­pre están ahí, como el de copa en un bus­to, o en El pin­tor orgu­llo­so de sí mis­mo, de 1976, y esa iró­ni­ca obra don­de hay pega­das en la pared unas mos­cas que ace­chan el cua­dro de un tipo (con som­bre­ro) pegán­do­le un tiro a una cala­ve­ra. “Espa­ña es el paraí­so de las mos­cas. Es un emble­ma espa­ñol como la vani­tas de la cala­ve­ra”, dice el pin­tor.

Hay un indi­cio. Eduar­do Arro­yo, que murió en 2018, dejó dicho: “Para mí es impen­sa­ble pin­tar sin pen­sar en Goya”, y cla­ro, aho­ra com­pren­do al pin­tor, Goya pin­tó toca­do con som­bre­ro su Auto­rre­tra­to ante el caba­lle­te.

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