“La pesa­di­lla”, de Henry Fuse­li.

Nuestro hombre sueña en soñar. Con el calentón de las lecturas del Freud en la juventud lo primero que hacía al despertar era apuntar sus sueños. Pasó el tiempo y se apagó su mundo onírico. No recordaba sus sueños. Hoy la cosa cambia. Recuerda sus sueños con precisión cinética.

“La pesa­di­lla”, de Henry Fuse­li.

Su vida es gris como un día lon­di­nen­se pero el sue­ño lo sal­va. La medi­ca­ción que toma con­tra la ansie­dad de vivir le ha incre­men­ta­do el recuer­do de los sue­ños. No es nada fue­ra del otro mun­do, lo pone el pape­li­to del medi­ca­men­to. Estas píl­do­ras pue­den incre­men­tar las pesa­di­llas. Y así es. En oca­sio­nes se des­pier­ta en medio de la noche con pal­pi­ta­cio­nes pro­du­ci­das por la expe­rien­cia espe­luz­nan­te del sue­ño. Aca­ba de esca­par como figu­ran­te en el cua­dro de Brueghel El Vie­jo, El triun­fo de la muer­te. Otras veces la cosa cam­bia y se sumer­ge en una mara­vi­llo­sa fies­ta hippy de los años 1970; músi­ca dis­co, luces ceni­ta­les, des­afue­ro y sen­sua­li­dad; bai­la con Andy Warhol y Tru­man Capo­te en Estu­dio 54 de Nue­va York. Besos con Bian­ca Jag­ger. Se des­pier­ta, mala suer­te. Pal­pi­ta­cio­nes.

En el pasa­do, cuan­do era un joven lec­tor inmer­so en las ten­den­cias de su gene­ra­ción, leyó de cabo a rabo La inter­pre­ta­ción de los sue­ños de Freud, y con­ti­nuó devo­ran­do su obra ente­ra. Soña­ba, y al des­per­tar apun­ta­ba los sue­ños como un con­ta­ble tro­na­do en un cua­derno jun­to sobre la mesi­ta de noche.  Un Bartleby el escri­bien­te de Mel­vi­lle, en peque­ño for­ma­to.

Pasó el tiem­po y la cos­tum­bre que­dó aban­do­na­da en el recuer­do. En reali­dad, era bas­tan­te inú­til ano­tar los sue­ños. Aho­ra cuan­do releer a Freud y los tex­tos de sicoa­ná­li­sis se ha con­ver­ti­do en una tarea impo­si­ble, por abu­rri­da, las cosas han cam­bia­do bas­tan­te.

Cada lec­tu­ra tie­ne su edad y su tiem­po. Libros que entu­sias­ma­ron en la juven­tud se caen de las manos con la vete­ra­nía. Hay excep­cio­nes. Y los demues­tra el hecho de que aho­ra dis­fru­ta regre­san­do al uni­ver­so de La bala­da del café tris­te de Car­son Mc Cullers o Imán de Ramón J. Sen­der, un escri­tor que debe­ría haber reci­bi­do el Nobel, escri­bió mucho y bien, y se ade­lan­tó déca­das al rea­lis­mo mági­co con un libro muy extra­ño titu­la­do Epi­ta­la­mio del prie­to Tri­ni­dad, escri­to en Gua­te­ma­la en 1941. Gabo lo debió leer a escon­di­das para con­ce­bir su libro uni­ver­sal. Otros auto­res son leí­dos una y otra vez, sobre todo sus cuen­tos. Poe, Kaf­ka, Ste­ven­son o Con­rad. Nun­ca fallan.

De mane­ra que des­de que dejó de fumar sue­ña mucho. Se mete en las nove­las. Fabri­ca su pro­pia his­to­ria a base de mie­dos, deseos y frus­tra­cio­nes. Ese mun­do oní­ri­co en el que se ha sumer­gi­do es un Aleph pro­ble­má­ti­co, caó­ti­co y duro de lle­var, así que ha deci­di­do orga­ni­zar­se.

El esce­na­rio que con­tro­la Mor­feo se divi­de en sue­ños malos, pesa­di­llas de bajo per­fil, y sue­ños bue­nos, mara­vi­llo­sos. Dejan­do apar­te el diá­lo­go con los muer­tos que revi­ven muchas veces. Sobre todo con los seres que­ri­dos, como el padre, los her­ma­nos, los ami­gos, los des­apa­re­ci­dos, muer­ti­tos que revi­ven algu­nas noches espe­cia­les y tan inten­sas como un thri­ller de cine. Los seres que­ri­dos le acom­pa­ñan muchas veces en sus aven­tu­ras, ya sea como con­se­je­ros, com­pin­ches o alia­dos fren­te a los pro­ble­mas.

El sue­ño de Jacob.

Los labe­rin­tos, eso es, los labe­rin­tos for­man par­te de los sue­ños malos, cami­nos a nin­gu­na par­te, como los cul de sac, las gale­rías sub­te­rrá­neas; una angus­tia tan gran­de cuya defen­sa es des­per­tar de inme­dia­to. Pal­pi­ta­cio­nes. Y los labe­rin­tos insis­ten. Se pier­de en las calle­jue­las de ciu­da­des des­co­no­ci­das, pobla­cio­nes afri­ca­nas de ado­be como las de Mali o Marrue­cos, barrios cana­llas de Áms­ter­dam, y por sus esqui­nas apa­re­cen seres dudo­sos, sos­pe­cho­sos de algún enga­ño o mal­dad. El pien­sa que toda esa para­noia esté pro­du­ci­da por su afi­ción a las nove­las poli­cía­cas, a las pelí­cu­las de terror, como La matan­za de Texas (1974), la madre de todos los terro­res pos­te­rio­res, imi­ta­da has­ta la náu­sea. Una noche sue­ña con que está en Méxi­co esca­pan­do de unos nar­cos ase­si­nos; a la noche siguien­te y por una ley de com­pen­sa­ción su sue­ño es una mara­vi­lla, un goce inten­so, por­que está en el cen­tro de una fies­ta de vie­jos ami­gos, con músi­ca y copas, colo­res vivos y ale­gría de vivir. Por todo esto, estos días de verano sue­ña, des­pier­to, con ser pro­ta­go­nis­ta de las pin­tu­ras que más le gus­tan. Estar den­tro de un cua­dro de vida cam­pe­si­na de Brueghel el Vie­jo, o inclu­so atre­ver­se a hacer equi­li­brios en un cua­dro de Miró. Soñar con ser un color, un tra­zo, un man­chu­rrón escar­la­ta en el lien­zo de la vida.

Nada de todo esto tie­ne que ver con las dicho­sas inmer­sio­nes en las obras de arte, tan de moda. O con la expe­rien­cia de las gafas vir­tua­les, la tec­no­lo­gía que nos lle­va­rá a poder pres­cin­dir del otro, y con­ver­tir la exis­ten­cia en un hue­vo vir­tual rodea­do de nues­tros muñe­cos y muñe­cas favo­ri­tos. Woody Allen ya lo avan­zó con aque­lla caja de los orgas­mos en una de sus alo­ca­das pelí­cu­las, antes de que­rer ser Berg­man.

La con­clu­sión evi­den­te es que, con­de­na­do a soñar, hay que sacar­les jugo a esas his­to­rias y evi­tar las pal­pi­ta­cio­nes. Y sobre todo no asus­tar­se con la apa­ri­ción de los muer­ti­tos en los sue­ños. El escri­tor rio­pla­ten­se Ernes­to Mallo ha publi­ca­do a sus 75 tacos, Perro vie­jo. En una entre­vis­ta dice algo her­mo­so: “Yo creo que las per­so­nas no des­apa­re­cen total­men­te has­ta que la últi­ma per­so­na que las cono­ció las olvi­da”. Tam­bién dice que el pasa­do es una fic­ción y que la infan­cia es un lugar terri­ble. Y habla de esas estre­llas que vemos que ya murie­ron hace miles de años y lo que vemos es su fan­tas­ma que ha tar­da­do en lle­gar a noso­tros. Todo eso tie­ne rela­ción con los sue­ños. Aho­ra nues­tro soña­dor rein­ci­den­te se tutea con el dios Mor­feo y se pasa el día espe­ran­do a meter­se en la cama y que su cole­ga le invi­te a soñar.

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