A los pies del Micalet, la calle Corretgeria tiene muchas historias que contar. La troupe Els Pavesos nacida de la falla del mismo nombre, que dio aires nuevos al mundo de la fiesta en los 80; sus tiendas de antigüedades y la cercanía de locales míticos de la movida valenciana. Y Bodegas Baviera, comercio que permanece vivo desde el siglo XIX, donde el veterano Vicente ponía música clásica mientras vendía el morapio.
La ciudad antigua, sus recodos, locales, calles y ansiedades es minuciosamente jibarizada. Cada día más escasa su huella decimonónica por los nuevos espacios comerciales que hacen caja. Nuestro mundo moderno pertenece a aquellos que solo observan el árbol y no ven el bosque. O a los que el dedo les señala la luna y solo miran el dedo. El pan para hoy que será hambre para mañana. La belleza inmemorial de los cascos antiguos, tan respetada en otros lares, es aquí pasto de la especulación.
Sin embargo, quedan lugares espléndidos para el paseo, con la intensidad de los recuerdos y la pasión por la gustosa historia. Las buenas y malas crónicas de lugares añejos como un buen vino. Y así fue el caso del barrio que agonizaba a los pies del Micalet, minarete ancestral, disco duro de la ciudad del rio seco.
Lo cuenta el viejo bodeguero mientras da caladas a una pipa con cazoleta cerámica heredada de su bisabuelo, quien desapareció nada menos que el mismo día en que se perdió Cuba. El experto en caldos más famoso del barrio antiguo, con premios variados en su haber, va tocado con una gorra de marinero azul oscuro, con una visera metálica que reluce como las botellas. Es la viva imagen del capitán Acab pero en buenazo. Permita el lector esta licencia argumental que da más brillo al relato, pues Vicente esta ya felizmente jubilado.
Sus palabras rebotan en las estanterías de Bodegas Baviera, fundada en 1870 por una saga del mismo nombre, principal protagonista de este cuento de nunca acabar, de avatares sobre la demolición de los recuerdos.
La calle Corretgeria es la arteria principal de este pequeño enclave urbano que tiene en su haber historias insólitas de resistencia, juerga y vida de barriada. Vicente comienza diciendo que su bodega perteneció a la familia Baviera y que en el siglo pasado estaba situada en un caserón que hace chaflán con el carrer Bany dels Pavesos, una calle sinuosa y estrecha como una culebra que dio nombre a una banda mítica de la posmodernidad indígena. Peña variopinta y transgresora, de músicos y artistas que armaron su bulla en los años 80. El caserón de la bodega original es ahora un hotel. Con el tiempo la adquirió Vicente, un siglo después, en 1970, ubicándola unos números más adelante, en dirección a la famosa Plaza de la Reina. La antigua casa de vinos pasó de generación en generación desafiando al tiempo y al desarrollismo urbano.
La antigua dueña de las Bodegas Baviera, doña Lola Ramón i Baviera, que la heredó de su madre, y ésta de su abuela, fue gran amiga de dejar escritos en pequeñas crónicas los avatares del lugar. Relató en hojas ya amarilleadas por el tiempo, cómo el negocio fue doble refugio de perseguidos, en tiempos de revueltas y revoluciones, tan castizas en este país en el que de vez en cuando se armaba la marimorena y a la plebe enfurecida le daba por perseguir a curas y señoritos. Doña Lola cuenta como en el siglo XIX se escondió en las buhardillas con olor a vino viejo a un obispo miedoso y, mucho después, durante la guerra civil, el lugar sirvió para ocultar a aristócratas aterrados.
La bodega tiene su historia, vaya si la tiene, dice el veterano Vicente. En los años 70 del pasado siglo, lo que más llamaba la atención de esta antigua casa de vinos era la música ambiental que flotaba entre los caldos y aguardientes. Vicente siempre fue un gran aficionado a la música clásica y cuando uno iba a comprar sus Riberas del Duero o sus tempranillos o mistelas para los postres, se deleitaba con un concierto para piano de Mozart y si tenía suerte, con una sinfonía de Mahler.
Como si esta vinatería fuera lugar chamánico que extendiera sus conjuros por las calles cercanas, fue convirtiendo el barrio en un plató de tertulias y francachelas. Su fachada es todo un espectáculo, pues desde la calle se contempla en el escaparate una fastuosa colección de instrumentos musicales coleccionados con amor por el dueño, además de botellines minúsculos de espirituosos. Ante esas cristaleras uno cree estar en el mismísimo Soho londinense.
Aquí se inició una nueva modernidad con la aparición del minúsculo bar Caliu, en la calle Juristas, refugio de modernos y artistas, filósofos aficionados, charlatanes de carajillo, golfantes de la noche y amigos del chupito rápido, en los años 80. Y como el gusto por la juerga noctámbula se extiende como una mancha de barrechat en esta ciudad rebelde, muy cerca de allí reinó, en un gran palacete de la calle Cocinas, La Marxa, templo de la movida valenciana tan poco afamada y con más salero si cabe que la de Madrid; al igual que la discoteca Calcatta, ubicada en otro rincón renacentista de la calle Rellotge Vell, y muy cerca de la plaza de Manises.
Calcatta tenía una escalera gótica que llevaba a un balcón de piedra historiado de ojivas y desde donde podía aparecer Julieta suspirando por Romeo en cualquier momento. Desde ese altillo se contemplaba a la gente bailando los ritmos de un disc jockey de primera generación, frenética, desmadrada, como si esas fueran las últimas noches en la Tierra.
Junto a Bodegas Baviera se abrió la Galería Visor, pionera en la exposición de la fotografía de vanguardia. Un local que parecía un chamizo moruno, encalado de blanco y con las paredes de adobe crudo. Frente a Visor, el librero Tono recomendaba historias apasionantes en su local de ocasión El Cárabo, también triturado hoy en día. Una tienda de artículos para pintores, pinceles y óleos, que resiste con uñas y dientes, otra de fósiles y cosas raras…
Corretgeria es una de las arterias con más tronío de esta ciudad ingrata. Aquí se mantienen vivos dos tiendas de antigüedades que desafían el tiempo y el beneficio. No es difícil barruntar la lucha sorda de sus dueños por mantener esas joyas urbanas en pie. Muy cerca de esta zona se encuentran enclaves esenciales de la historia artística de Valencia como la calle Mantas, donde nació Sorolla, o la Plaza Redonda. Y el bodeguero Vicente, que mantiene la bodega como el frágil velero frente a la galerna procelosa, aun recuerda los tiempos de la legendaria falla Corretgeria-Banys dels Pavesos, la más progre de su tiempo, mucho antes de la falla King Kong.
En las fallas de 1972, Vicent Andrés Estellés le escribió un poema a la fallera mayor, señorita Lola Melchor, mientras Ovidi Montllor y Toti Soler oficiaban de trovadores. Ya en los años 80, Joan Monleón creó Els Pavesos y fue maestro de ceremonias de una troupe que armó bastante guerra fallera e hizo feliz al personal. Els Pavesos desaparecieron pero la Falla sigue en pie y sus socios se reúnen de vez en cuando en gozosas merendolas de germanor.
Estas callejas que huelen a antiguo, ahora tan cerca de la moderna Plaza de la Reina, también ha sido escenario del fenómeno editorial de hace cuatro años, obra de Rafael Lahuerta, Noruega. Ficción sobre un barrio fantasmal que resucita en la imaginación maravillosa del autor. Su familia tenía un horno en la calle Zurradores, muy cerca de la calle del Gigante. De manera que el barrio se lee como un cuento de los hermanos Grimm.
La ciudad puede ir poco a poco cambiando su aspecto y afeándose con las franquicias y otras plagas, pero calles como Corretgeria y su historia permanecen tenaces, como lapas agarradas a las rocas del malecón para recordar lo que vivimos.
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