14 de mayo de 2021.

No sé cómo pudi­mos lograr­lo, pero el caso es que lo con­se­gui­mos. Entre Juan Lagar­de­ra –edi­tor jefe de Edi­cio­nes Elca– y un ser­vi­dor pudi­mos con­tar el año 2012 con el apo­yo de una espec­ta­cu­lar nómi­na de artis­tas, escri­to­res y perio­dis­tas para el libro Ocu­rrió en Valen­cia. 21 his­to­rias cor­tas, edi­ta­do por Ruza­fa Show. Nues­tra pro­pues­ta no reci­bió nin­gu­na nega­ti­va. Repro­duz­co en este Dia­rio de un ciné­fi­lo los nom­bres de las per­so­na­li­da­des que cola­bo­ra­ron con noso­tros: el pró­lo­go lo escri­bió Ama­deu Fabre­gatIgna­cio Carrión narró una estu­pen­da “his­to­ria valen­cia­na” de Juan MarchÁnge­les López Arti­ga con­tó un rela­to vivi­do con José Itur­bi); Mª Ánge­les Ara­zo, con –nada menos– Heming­wayRafa Gas­sent con una mara­vi­llo­sa Mar­le­ne Die­trich; el año­ra­do Joan Ver­dú, con Tàpies; Abe­lar­do Muñoz, con Jai­me Gil de Bied­maCar­men Amo­ra­ga, con Anto­nio GalaMiquel Nava­rro, con Vik­tor Korch­noi, sub­cam­peón del mun­do de aje­drez; Paco Gis­bert, con Richard Les­terMª Con­sue­lo Rey­na reme­mo­ró a Adol­fo Suá­rez; Mikel Labas­ti­da, con Paco Raban­neCar­los Aimeur, con Syd­ney PollackLucas Soler, con Eduar­do Arro­yoCar­les Gámez, con Fra­nçoi­se Hardy; Alfre­do Argi­lés, con Paul Pres­tonMiguel Ángel Pas­tor, con Michael Jack­sonEncar­na Jimé­nez, con Alas­kaPaco Llo­ret, con Michael Jor­danRafael Ven­tu­ra Meliá –no he asu­mi­do aún su muer­te– con Daniel Craig y Juan Lagar­de­ra, con Spi­ke Lee.

Mi apor­ta­ción con­sis­tió en una cró­ni­ca, titu­la­da Tan bella que hacía daño, sobre la visi­ta a Valen­cia de la gran diva mexi­ca­na María Félix como estre­lla invi­ta­da de la Mos­tra de 1994. Repro­duz­co aho­ra aquel tex­to: 

La noti­cia, apa­re­ci­da en agos­to de 1994, de que la XV Mos­tra de Valen­cia iba a tener como figu­ra invi­ta­da a María Félix hizo rever­de­cer en mí una mito­ma­nía infan­til no aban­do­na­da del todo con los años, aun­que poco a poco redu­ci­da a dimen­sio­nes más razo­na­bles. El inten­to de ser racio­nal obli­ga a muchas renun­cias. Pero ante algu­nas figu­ras excep­cio­na­les no hay dis­tan­cia­mien­to que val­ga. Ellas son más fuer­tes y lumi­no­sas que el cine  o la vida mis­ma. Son leyen­da pura. ¡Lo que hubie­ra dado yo por cono­cer a John Ford, Alfred Hitch­cock, Ava Gard­ner, Orson Welles Tru­man Capo­te! Así pues, a media­dos de octu­bre iba a lle­gar a mi ciu­dad la míti­ca mexi­ca­na María Félix, la rei­na del melo­dra­ma cha­rro, la ado­les­cen­te que fue novia de su pro­pio her­mano Pablo (según cuen­tan algu­nos cro­nis­tas fia­bles), la ‘María Boni­ta’ de Agus­tín Lara, el com­po­si­tor y can­tan­te con el que estu­vo casa­da cua­tro román­ti­cos, extra­ños y tor­men­to­sos años, la mujer que enlo­que­ció al mura­lis­ta Die­go Rive­ra e hizo excla­mar a Jean Coc­teau: “Era tan bella que hacía daño”.

María Félix en Valen­cia. Al saber­lo me impu­se el empe­ño, por pru­ri­to pro­fe­sio­nal y por mi rena­ci­da mito­ma­nía, de pre­gun­tar­le algu­nas cosas sobre su carre­ra cine­ma­to­grá­fi­ca y sobre su pode­ro­sa y polé­mi­ca per­so­na­li­dad. Mi ofi­cio de perio­dis­ta me iba a per­mi­tir ese acer­ca­mien­to. Pero no me con­ten­ta­ba con asis­tir a la tra­di­cio­nal rue­da de pren­sa que se pre­pa­ra en estos casos. Las rue­das de pren­sa sue­len ser una pér­di­da de tiem­po des­de el pun­to de vis­ta infor­ma­ti­vo. Para que­dar satis­fe­cho que­ría que me pro­por­cio­na­sen la opor­tu­ni­dad de estar a solas con María Félix duran­te al menos diez minu­tos. Por una serie de bené­vo­los aza­res tuve dos oca­sio­nes de hablar con ella sin intro­mi­sio­nes,  situa­da la gen­te que la acom­pa­ña­ba a pru­den­te dis­tan­cia. Una, en el Museo de la Ciu­dad. La otra, en la terra­za del hotel Valen­cia Pala­ce, ins­tan­tes des­pués de la rue­da de pren­sa ofi­cial orga­ni­za­da por el cer­ta­men, con María Félix cogi­da de mi bra­zo, avan­zan­do con pasos cor­tos e inse­gu­ros (tenía ochen­ta años), mien­tras elo­gia­ba la lin­da pano­rá­mi­ca de Valen­cia y me pre­gun­ta­ba, con su voz aún fuer­te: “¿Uste­des los valen­cia­nos son feli­ces?”.

Unos días des­pués de dar­se a cono­cer la noti­cia de que María Félix venía a la Mos­tra, el mag­ní­fi­co fotó­gra­fo vas­co Pedro Usa­bia­ga, espe­cia­li­za­do en dar pro­fun­di­dad a los ros­tros más bellos y con el que, en aque­lla épo­ca, me veía todos los años en el Fes­ti­val de Cine de Sit­ges, me lla­mó, tan ilu­sio­na­do como yo con la bue­na nue­va: “No tenía cla­ro asis­tir a la Mos­tra de este año, pero como uno de los sue­ños de mi vida es foto­gra­fiar a María Félix, iré a Valen­cia”. Usa­bia­ga se puso en con­tac­to con la direc­ción del fes­ti­val para apa­la­brar una sesión de fotos, y me pidió una cola­bo­ra­ción amis­to­sa: “¿Podrías entre­vis­tar­la para un bre­ve tex­to de apo­yo?”. Se lo pedí al direc­tor de la Mos­tra, Lluís Fer­nán­dez, y el rue­go fue aten­di­do. Las fotos las hizo Usa­bia­ga al día siguien­te de mi entre­vis­ta, y el repor­ta­je se publi­có un par de sema­nas des­pués en una impor­tan­te revis­ta espa­ño­la.  

Me pre­pa­ré bien, repa­san­do la bio­gra­fía y la fil­mo­gra­fía de María Boni­ta, que se defi­nía a sí mis­ma como una mujer “con cora­zón de hom­bre”: naci­da el 8 de abril de 1914 en Ala­mos, Méxi­co, en una fami­lia de doce her­ma­nos. Su padre Ber­nar­do tenía san­gre de indio yaqui, y su madre Jose­fi­na era hija de espa­ño­les, edu­ca­da en un con­ven­to de Pico Heights, Cali­for­nia. A los 28 años María hizo su pri­me­ra pelí­cu­la, El Peñón de las Áni­mas (Miguel Zaca­rías, 1942), que la hizo famo­sa de inme­dia­to en su país; a par­tir de Doña Bár­ba­ra (Fer­nan­do de Fuen­tes, 1943, basa­da en una nove­la de Rómu­lo Galle­gos) le vie­ne uno de los ape­la­ti­vos por los que se la cono­ce en medio mun­do, La Doña; estu­vo casa­da al menos cua­tro veces (ella negó alguno de los matri­mo­nios que se le atri­buían), enviu­dó en 1953 del famo­sí­si­mo can­tan­te Jor­ge Negre­te; en Espa­ña rodó varias pelí­cu­las, una de ellas, Mare Nos­trum (Rafael Gil, 1948), con Fer­nan­do Rey y basa­da en la nove­la homó­ni­ma de Vicen­te Blas­co Ibá­ñez, y otra, La noche del sába­do (Rafael Gil, 1950), en una obra de Jacin­to Bena­ven­te; no qui­so tra­ba­jar nun­ca en Holly­wood por­que se nega­ba a apren­der inglés y tam­po­co le gus­ta­ban los pape­les de india que le ofre­cían (“no nací para car­gar canas­tos”, decía con su ten­den­cia a lo subli­me); vivía seis meses en París y otros seis en sus casas de Méxi­co D.F. y Cuer­na­va­ca y, mujer adi­ne­ra­da, seguía sien­do una apa­sio­na­da colec­cio­nis­ta de anti­güe­da­des, joyas, obje­tos boni­tos y obras de arte.

La Mos­tra me dio cita una maña­na en el Museo de la Ciu­dad. “Pue­des entre­vis­tar­la mien­tras su mari­do, que es pin­tor, cuel­ga sus cua­dros en el museo, por­que inau­gu­ra allí al día siguien­te”. Pero no habrá ni mesa ni silla para ti, me advir­tie­ron. Las con­di­cio­nes, si bien algo incó­mo­das, no eran malas del todo, tenien­do en cuen­ta que en oca­sio­nes he hecho entre­vis­tas mien­tras con­du­cía (toma­ba notas cuan­do para­ba en un semá­fo­ro). Así tra­ba­jé con Rafael Alber­ti en 1985 mien­tras, tras cenar en La Ven­ta del Tobo­so, res­tau­ran­te ya des­apa­re­ci­do, le lle­vé con mi 127 al tea­tro Prin­ci­pal, don­de iba a reci­tar poe­mas en el home­na­je a La Pasio­na­ria con moti­vo del 90 cum­plea­ños de la pre­si­den­ta del PCE:  el poe­ta y Pre­mio Sta­lin de Lite­ra­tu­ra, duran­te el tra­yec­to des­de la calle del Mar a Pin­tor Soro­lla, lamen­tó que en la Espa­ña gober­na­da por el PSOE no hubie­se un Lenin que nos dije­se a todos “qué hacer”; en el asien­to de atrás iba Nuria Espert, que son­reía y calla­ba. He hecho entre­vis­tas en los ascen­so­res (al pin­tor Fer­nan­do Bote­ro), a las tres de la madru­ga­da en un ban­co de pie­dra de la calle Migue­le­te (con Pedro Almo­dó­var en 1982, tras haber repar­ti­do, con él y Car­men Mau­ra, car­te­les de la pri­me­ra pelí­cu­la del cineas­ta man­che­go, Pepi, Luci, Bom y otras chi­cas del mon­tón por los loca­les de la noche valen­cia­na: la entre­vis­ta no lle­gó a publi­car­se por­que el reda­c­­tor-jefe, o algo pare­ci­do, de un sema­na­rio en el que cola­bo­ra­ba yo por enton­ces se negó argu­men­tan­do que la pelí­cu­la era muy mala y el direc­tor, “flor rosa de un día” (vaya vis­ta, vaya olfa­to y vaya homo­fo­bia); natu­ral­men­te he hecho cen­te­na­res por telé­fono. o bajo los algo per­tur­ba­do­res efec­tos de varios oru­jos (al escri­tor Ferran Torrent, en el res­tau­ran­te Car­mi­na del Saler).

Recu­pe­ro el hilo que me tie­ne gus­to­sa­men­te ata­do a María Félix. Día 13 de octu­bre. En el Museo de la Ciu­dad me espe­ra­ba La Doña, sen­ta­da reque­te­chu­la en una silla de tije­ra, traí­da espe­cial­men­te para la oca­sión y colo­ca­da cer­ca de un ven­ta­nal del impo­nen­te y reha­bi­li­ta­do pala­cio de Ber­be­del, del siglo XVII. A cier­ta dis­tan­cia, mien­tras col­ga­ba sus cua­dros, se movía Antoi­ne Tza­poff, apues­to pin­tor fran­cés de ori­gen ruso de unos 40 años y com­pa­ñe­ro sen­ti­men­tal de la estre­lla.  Me sen­té en el sue­lo ante la Dio­sa, que me escru­ta­ba con su mira­da para­li­za­do­ra (había mucha his­to­ria en esos gran­des y ful­mi­nan­tes ojos negros). María, cejas arquea­das y pes­ta­ñas como puña­les,  lle­va­ba un pre­cio­so ves­ti­do blan­co de reso­nan­cias indí­ge­nas, more­na aza­ba­che con el pelo lar­go suje­ta­do por una dia­de­ma, muy gua­pa en su senec­tud pero ya empe­que­ñe­ci­da. Saqué mi bloc por estre­nar y lo abrí mien­tras, algo ate­mo­ri­za­do por la fama de mujer difí­cil de la fas­ci­nan­te María, ini­cia­ba tími­da­men­te la con­ver­sa­ción:

Usted rodó su pri­me­ra pelí­cu­la el año

Me inte­rrum­pió, en uno de sus temi­bles pron­tos, con fir­me­za pero sin exce­si­va acri­tud:

No me hable de años, por favor. El tiem­po pasa, eso es todo. ¿O pre­fe­ri­ría usted que el tiem­po se detu­vie­se?

Pen­sé que había meti­do la pata nada más empe­zar y per­di­do de ese modo y de for­ma irre­cu­pe­ra­ble el ini­cial favor de la diva. Pero no. María Félix estu­vo pacien­te mien­tras toma­ba mis notas, que aspi­ra­ba a apun­tar con fide­li­dad abso­lu­ta –lo que retra­sa­ba un poco la lle­ga­da de la siguien­te pre­­gu­n­­ta- y has­ta ama­bi­lí­si­ma y bro­mis­ta en más de un momen­to. Le gus­tó que le habla­ra de Jean Renoir, para el que rodó French Can-Can (1954). De esa pelí­cu­la tenía buen recuer­do, aun­que se lle­vó fatal con el pro­ta­go­nis­ta,  Jean Gabin, “un hom­bre malo, amar­ga­do y anti­pá­ti­co”, decía. La enor­gu­lle­cía haber tra­ba­ja­do a las orde­nes de Luis Buñuel en la dis­cre­ta Los ambi­cio­sos (1959). Aque­lla fue la últi­ma pelí­cu­la de Gerard Phi­li­pe, muy enfer­mo ya en el roda­je. Estu­vo de acuer­do en que Gabriel Figue­roa, en las pelí­cu­las del Indio Fer­nán­dez, la había foto­gra­fia­do con mayor expre­si­vi­dad que nadie (Ena­mo­ra­da, en 1946, Río escon­di­do, en 1947 y Maclo­via, en 1948, tres títu­los que la con­vir­tie­ron en una cele­bri­dad inter­na­cio­nal). Pero vol­ví a pisar un char­co cuan­do le cité Faus­ti­na. De esa come­dia fan­tás­ti­ca, des­de lue­go poco des­ta­ca­da, no se acor­da­ba ape­nas.

Sí, la rodó usted en Espa­ña en 1956. El direc­tor era José Luis Sáenz de Here­dia y su com­pa­ñe­ro de repar­to, Fer­nan­do Fer­nán Gómez.

María Félix me res­pon­dió con seque­dad, enfa­da­da por pri­me­ra y úni­ca vez en la entre­vis­ta.

¡Caram­ba, sabe usted de mi carre­ra más que yo! –excla­mó en tono de repro­che.

Toca­do. Me esta­ba pasan­do de lis­to. Los ciné­fi­los somos a veces muy engo­rro­sos con nues­tra eru­di­ción. Unos años des­pués des­cu­brí por qué María Félix no que­ría recor­dar aquel roda­je de ‘Faus­ti­na’. En el libro Mis char­las con José Luis Saénz de Here­dia (Qui­rón Edi­cio­nes, 1996), del guio­nis­ta y arti­cu­lis­ta Juan Julio de Aba­jo de Pablo, el direc­tor espa­ñol afir­ma: “No me lle­vé nada bien con María Félix”, a lo que Aba­jo de Pablo aña­de: “Como nadie, al pare­cer. Yo tam­bién la cono­cí y era muy dés­po­ta, muy agria y muy mal edu­ca­da”.

Menu­da fama. Pero la ver­dad es que así ha defi­ni­do mucha gen­te a la actriz. Por supues­to tenía un carác­ter tan fuer­te que sus inter­lo­cu­to­res se veían obli­ga­dos a ir tan­tean­do el terreno que pisa­ban con ella, para no irri­tar­la. Con­mi­go, sin embar­go, sólo des­ple­gó esas dos peque­ñas aspe­re­zas (“no me hable de años, por favor” y “¡caram­ba, sabe usted de mi carre­ra más que yo!”). Salí de la con­ver­sa­ción con algún ras­gu­ño pero mejor libra­do que la joven perio­dis­ta que cier­ta vez qui­so saber cuán­tos años tenía María Félix. La bella lumi­na­ria, muy en su sitio, le res­pon­dió: “Mire, seño­ri­ta, yo he esta­do muy ocu­pa­da vivien­do mi vida y no he teni­do tiem­po para con­tar­la”. Una línea de diá­lo­go que hubie­ran fir­ma­do los mis­mí­si­mos Billy Wil­der y Joseph L. Man­kie­wicz. En boca de la Glo­ria Swan­son de El cre­púscu­lo de los dio­ses (1950) o la Bet­te Davis de Eva al des­nu­do (1950), la répli­ca habría sido muy recor­da­da. María Félix, de habér­se­lo pro­pues­to, hubie­ra hecho for­tu­na como guio­nis­ta de alta come­dia.

Muchos de sus des­plan­tes y afo­ris­mos son anto­ló­gi­cos. Al final de una bre­ve rela­ción amo­ro­sa, su ex pare­ja le espe­tó cier­ta vez: “Tú sólo has sido una mujer más en mi vida”, a lo que ella le res­pon­dió:  “Y tú un hom­bre menos en la mía”. A la hora de hablar de dia­man­tes, era mejor inclu­so que Mae West o la Marilyn Mon­roe de Los caba­lle­ros las pre­fie­ren rubias (Howard Hawks, 1953). “Los dia­man­tes no son la vida, pero ¡ah¡, cómo qui­tan los ner­vios”, dijo ya en su madu­rez la genial mexi­ca­na a la pren­sa fran­ce­sa. “Soy mucho mejor de lo que parez­co” es otra de sus memo­ra­bles fra­ses, en este caso de raíz filo­só­fi­ca sobre el ser y el pare­cer. Y cuan­do un repor­te­ro le pre­gun­tó si era les­bia­na, con­tes­tó: “Si todos los hom­bres fue­sen tan feos como usted, pues sí, sería les­bia­na”. Algu­nos se empe­ña­ban en no enten­der el sen­ti­do del humor de María Félix. O en des­apro­bar su cáus­ti­ca sin­ce­ri­dad. Ellos se lo per­dían.

El 14 de octu­bre, día de aper­tu­ra de la XV Mos­tra, María Félix visi­tó por la maña­na en el Ayun­ta­mien­to de Valen­cia a la alcal­de­sa Rita Bar­be­rá y fir­mó en el libro de honor de la Cor­po­ra­ción muni­ci­pal. Una hora más tar­de inau­gu­ró en el Museo de la Ciu­dad la expo­si­ción de su com­pa­ñe­ro Antoi­ne Tza­poff. Una mues­tra pic­tó­ri­ca con estam­pas rea­lis­tas sobre la his­to­ria indí­ge­na de Méxi­co. Con media hora de retra­so –jus­ti­fi­ca­do, por lo inten­so del pro­gra­ma– apa­re­ció en la rue­da de pren­sa, orga­ni­za­da en un salón del Valen­cia Pala­ce, don­de se hos­pe­da­ba la actriz. Yo fui por gus­to, ya que la infor­ma­ción para mi perió­di­co la hizo el des­apa­re­ci­do Julio Mel­gar, el cro­nis­ta más pun­zan­te y mejor cono­ce­dor de la vida de las gran­des estre­llas que ha habi­do en esta ciu­dad. Si que­ría ser malo, era el más mali­cio­so de todos. Y si deci­día ser “bueno”, le cos­ta­ba tan­to ser­lo que sus inten­cio­nes se que­da­ban casi siem­pre a mitad camino.  “En las entre­vis­tas y sem­blan­zas más vale poner sal que azú­car, el perio­dis­mo a favor es muy empa­la­go­so”, decía. Mel­gar tenía razón.

Pero Mel­gar, como yo, ado­ra­ba a María Félix. Y pese a su habi­tual aci­dez, se notó su admi­ra­ción en lo que escri­bió aquel año (14-VIII-94, antes de la lle­ga­da de la diva a Valen­cia): “Cuan­do ella está ante la cáma­ra, todo lo demás pali­de­ce”; “María Félix era una heroí­na muy espe­cial que nun­ca se deja­ba arre­drar por los hom­bres y logra­ba al final impo­ner su ley bra­va. Todo un triun­fo para la épo­ca”. En la rue­da de pren­sa, la inmar­chi­ta­ble María, tam­bién ves­ti­da de blan­co, nos brin­dó algu­nas reful­gen­tes gemas: “Los bille­ti­tos te per­mi­ten estar tran­qui­lo­na y solu­cio­nar todos los pro­ble­mas”, y “Mi voz es fuer­te: soy un señor por las maña­nas y una mujer por la tar­de”. Recor­dó al actor valen­ciano Jor­ge Mis­tral, con el que tra­ba­jó en Came­lia (Rober­to Gaval­dón, 1953): “Lo qui­se mucho, pero lás­ti­ma, se echó a per­der. Pren­dió la can­de­la por los dos extre­mos”. Le dedi­có piro­pos a Valen­cia, que ya había visi­ta­do déca­das atrás: “Está mucho más gua­pa y más boni­ta que antes”.

Nada más ter­mi­nar la rue­da de pren­sa, María Félix anun­ció que se reti­ra­ba a su habi­ta­ción “a repo­ner­me un momen­ti­to”. De pasa­da escu­ché que antes de ese bre­ve repo­so que­ría subir a la terra­za del hotel para con­tem­plar des­de allí una pano­rá­mi­ca de Valen­cia. Con un des­ca­ro teñi­do de indi­fe­ren­cia o casua­li­dad, me sumé en el ascen­sor al gru­po que acom­pa­ña­ba a la estre­lla.

María Félix me reco­no­ció –era la ter­ce­ra vez que me veía– y me lan­zó otro de sus dar­dos, a un cen­tí­me­tro de la imper­ti­nen­cia: “Vaya, le encuen­tro a usted en todas par­tes”. No me arru­gué. “Es mi tra­ba­jo, María”. Ella sabía muy bien lo que yo bus­ca­ba y fue rápi­da en deci­dir. “Bien, acom­pá­ñe­me si quie­re, pero no me haga pre­gun­tas indis­cre­tas, o mejor aún, no me haga pre­gun­tas”. Con­fie­so que me lo esta­ba pasan­do en gran­de con la inte­li­gen­cia iró­ni­ca de aque­lla mujer para el diá­lo­go afi­la­do. Aña­dió con natu­ra­li­dad otra deli­cio­sa per­la: “Inven­te sobre mí lo que quie­ra, siem­pre que no sea abu­rri­do ni insul­tan­te”. “Con usted no nece­si­to inven­tar­me nada, me ofre­ce titu­la­res mara­vi­llo­sos uno detrás de otro”, le ase­gu­ré. La gran seño­ra vol­vió a dar­me un azo­te dia­léc­ti­co: “Los perio­dis­tas se pier­den por un buen titu­lar y des­pre­cian la sus­tan­cia de la vida. Cla­ro, eso últi­mo da más tra­ba­jo”. Ya había­mos sali­do del ascen­sor para acce­der a la terra­za del hotel. Dijo que el Palau de la Músi­ca era un edi­fi­cio “pre­cio­so” y, cuan­do se aso­ma­ba por la balaus­tra­da y ante mi des­con­cier­to, me hizo la pre­gun­ta cita­da antes: “¿Uste­des los valen­cia­nos son feli­ces?”. Des­co­lo­ca­do, no supe qué res­pon­der y me limi­té a bal­bu­cear un par de tópi­cos eva­si­vos. Segu­ra­men­te decep­cio­né a María Boni­ta y la per­dí para siem­pre. Dio media vuel­ta y se ale­jó de mí para ir a refu­giar­se con los suyos, que reco­rrían la azo­tea un poco más allá.

Me reti­ré dis­cre­ta­men­te, sin des­pe­dir­me, y mien­tras baja­ba por la esca­le­ra pen­sé que mi atre­vi­mien­to había vali­do la pena. No tomé notas de aquel encuen­tro fugaz, pero recuer­do bien todos los deta­lles. A veces la impre­vis­ta y extra­ña viven­cia se me cue­la en mis sue­ños, algo dis­tor­sio­na­da pero reco­no­ci­ble y poten­te. La ima­gen prin­ci­pal es la de una alti­va María Félix, con su tra­je blan­co de volan­tes, lucien­do pen­dien­tes y ani­llos de dia­man­tes y sope­san­do la feli­ci­dad de los valen­cia­nos des­de las altu­ras.

Dos años des­pués de la estan­cia de María Félix entre noso­tros falle­ció de un ata­que masi­vo al cora­zón Enri­que Álva­rez Félix, su úni­co hijo, naci­do en los años trein­ta del pri­mer matri­mo­nio (1931–1937) de María Félix con Enri­que Álva­rez. Fue un tre­men­do gol­pe para María Boni­ta, el mayor que­bran­to de su vida, ya que su hijo era tam­bién su ami­go y un fide­lí­si­mo admi­ra­dor y con­se­je­ro. Nun­ca ter­mi­nó de recu­pe­rar­se de aque­lla ines­pe­ra­da tra­ge­dia, para la que no esta­ba pre­pa­ra­da. Ella siem­pre se había nega­do a sufrir. De todas for­mas María Félix era mucha María Félix y dos sema­nas antes de morir, en 2002, aún tuvo ganas y fuer­zas para asis­tir a un con­cier­to de Luis Miguel. Al ter­mi­nar su actua­ción, el bole­ris­ta se acer­có a ella y la besó. Las cáma­ras no esta­ban pre­sen­tes y por tan­to no reco­gie­ron ese beso. Un perio­dis­ta, intri­ga­do y chis­mo­so, le pre­gun­tó a la casi nona­ge­na­ria estre­lla: “¿Y dón­de le dio el beso Luis Miguel?”. Aquí sur­gió la últi­ma mues­tra cono­ci­da de su talen­to para las répli­cas inmor­ta­les: “En la boca, ¿dón­de si no?”.

María Félix murió dul­ce­men­te mien­tras dor­mía en Ciu­dad de Méxi­co. El Des­tino sumó otro dato de leyen­da a la asom­bro­sa vida de la actriz, como si los astros hubie­sen cerra­do un círcu­lo per­fec­to con su mano invi­si­ble: falle­ció un 8 de abril, a los 88 años, el mis­mo día de su naci­mien­to. Su cuer­po fue trans­por­ta­do des­de su resi­den­cia en la Colo­nia Polan­co al Pala­cio de Bellas Artes, cuna de la cul­tu­ra mexi­ca­na. La Doña había sido una mujer fría, al menos de apa­rien­cia, e indis­cu­ti­ble­men­te alta­ne­ra, pero el pue­blo la con­si­de­ra­ba un patri­mo­nio nacio­nal y una glo­ria que per­te­ne­cía un poco a todos. El cor­te­jo fúne­bre fue flan­quea­do por una escol­ta de moto­ci­clis­tas y acom­pa­ña­do por miles de per­so­nas modes­tas, que la vito­rea­ban, emo­cio­na­dos y llo­ro­sos, a su paso por las calles de Méxi­co Dis­tri­to Fede­ral.  El fére­tro per­ma­ne­ció en el his­tó­ri­co edi­fi­cio duran­te 22 horas, pero siem­pre cerra­do, cum­plien­do así los deseos de la estre­lla (“que nadie me vea en mi últi­mo sue­ño”, había exi­gi­do). Lue­go se expu­so en el Tea­tro Jor­ge Negre­te, don­de sus com­pa­ñe­ros can­tan­tes y acto­res ento­na­ron la can­ción María Boni­ta. Los res­tos de la divi­na María Félix repo­san en el Pan­teón Fran­cés de Ciu­dad de Méxi­co, al lado de los de su ama­do hijo Enri­que.

En 2007, cin­co años des­pués de su muer­te, se reali­zó en Nue­va York una subas­ta del lega­do de María Félix. Un total de 600 lotes, tasa­dos entre 200.000 y 500.000 dóla­res, con mue­bles anti­guos, ves­ti­dos de Chris­tian Dior, joyas per­so­na­li­za­das y obras de arte de la colec­ción de la actriz, entre ellas un retra­to pin­ta­do al car­bón por Die­go Rive­ra con el títu­lo de Estu­dio de María Félix (Madre), que la mues­tra con un bebé en bra­zos y que sir­vió para pro­mo­cio­nar la pelí­cu­la Río Escon­di­do. La heren­cia de María Félix dio lugar, como sue­le ocu­rrir en estos casos, a una enco­na­da bata­lla fami­liar que aún no pare­ce resuel­ta.

DIARIO UN CINÉFILO

«Que la vida iba en serio / uno lo empie­za a com­pren­der más tar­de”
Jai­me Gil de Bied­ma

DIARIO DE UN CINÉFILO Es una sec­ción dedi­ca­da al mun­do de las Series de TV, a todos sus aspec­tos ciné­fi­los pero tam­bién a sus deri­va­cio­nes socio­ló­gi­cas y rela­ti­vas a la vida coti­dia­na de las per­so­nas. La cons­truc­ción de roles, las rela­cio­nes fami­lia­res, la actua­li­dad, la come­dia y el dra­ma, la épi­ca his­tó­ri­ca, dra­go­nes y maz­mo­rras… Todo cabe en el mun­do de las series, y cual­quier pers­pec­ti­va del mun­do pue­de ser vis­ta des­de la ópti­ca de un ciné­fi­lo, de un serió­fi­lo inte­li­gen­te y pers­pi­caz. La sec­ción está per­so­na­li­za­da en Rafa Marí, uno de los últi­mos gran­des ciné­fi­los espa­ño­les. La perio­di­ci­dad es alea­to­ria, y la lon­gi­tud de cada entra­da, tam­bién. Pue­de ser tan­to muy cor­ta: un afo­ris­mo, como un exten­so mini­en­sa­yo, o entre­vis­ta, o diá­lo­go inte­rior.

Pese a ser un perio­dis­ta tar­dío, Rafa Marí (Valen­cia, 1945) ha teni­do tiem­po para tra­ba­jar en muchos medios de comu­ni­ca­ción: Car­te­le­ra Turia, Cal Dir, Valen­cia Sema­nal, car­te­le­ra Qué y Don­de, Noti­cias al día, Papers de la Con­se­lle­ria de Cul­tu­ra, Leva­n­­te-EMV, El Hype… Siem­pre en las pági­nas de cul­tu­ra. En 1984 fichó por Las Pro­vin­cias, dia­rio don­de actual­men­te es colum­nis­ta y crí­ti­co de arte.

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