El trián­gu­lo mági­co de El hom­bre que mató a Liberty Valan­ce: Mar­vin, Ste­wart y Way­ne.

31 de agos­to de 2020.

Siem­pre he pre­su­mi­do de buen gus­to ciné­fi­lo. Los melo­dra­mas de Dou­glas Sirk me apa­sio­na­ban cuan­do ape­nas tenían cré­di­to entre la crí­ti­ca más exi­gen­te y enfu­rru­ña­da. Hace unas déca­das tuve que sopor­tar fuer­tes des­de­nes (algu­nos de raíz ideo­ló­gi­ca) por elo­giar pelí­cu­las de Clint East­wood y Pedro Almo­dó­var. Soy un admi­ra­dor de Alfred Hitch­cock des­de que ten­go uso de razón, cuan­do casi todos tra­ta­ban al gran cineas­ta con dis­pli­cen­cia con­si­de­rán­do­lo poco más que un hábil mago del sus­pen­se, eti­que­ta reduc­cio­nis­ta a la que se abo­na­ban a piñón fijo los cega­tos cul­tu­ra­les con pre­ten­sio­nes. Aho­ra pue­de ser hitch­coc­kiano has­ta Ris­to Meji­de, pero enton­ces –déca­das de los 50/60– obras maes­tras como Extra­ños en un tren (1951), El hom­bre que sabía dema­sia­do (1956), Con la muer­te en los talo­nes (1959) o Los pája­ros (1963) eran menos­pre­cia­das por los “sabios con alma de metal”, que solo veían en ellas un con­jun­to de tro­las inve­ro­sí­mi­les. El lis­ta­do de lo que es vero­sí­mil y lo que es inve­ro­sí­mil les nubla­ba el jui­cio.

Bien, voy a dejar de pre­su­mir. Mi exce­len­te pal­ma­rés como degus­ta­dor del buen cine, ins­tin­to que empe­cé a cul­ti­var ya en mi infan­cia, tie­ne un pun­to negro del que aún aho­ra me aver­güen­zo: has­ta los vein­ti­tan­tos años con­si­de­ré a John Ford un direc­tor machis­ta y mili­ta­ris­ta. Es decir, un fas­cis­ta o algo pare­ci­do. De su fil­mo­gra­fía sólo me gus­ta­ban Mogam­bo, 1953, y El hom­bre tran­qui­lo, 1952, en este últi­mo caso con nota­bles reser­vas (¡John Way­ne arras­tran­do a Mau­reen O’Hara por los cami­nos de Innis­free!). Su tri­lo­gía de la Caba­lle­ría la detes­ta­ba (Fort Apa­che, 1948; La legión inven­ci­ble, 1949, Río Gran­de, 1950), igual que Cuna de héroes, 1955. Dema­sia­dos uni­for­mes.

Ford diri­ge a John Way­ne y Cons­tan­ce Towers en Misión de auda­ces (1959).
El pin­tor valen­ciano Usa­bal retra­tó a John Ford en 1925 duran­te el roda­je de El caba­llo de hie­rro.

John Ford –su ver­da­de­ro nom­bre era John Mar­tin Fee­ney, hijo de emi­gran­tes irlan­de­ses– nació el 1 de febre­ro de 1894 en una gran­ja de Cape Eli­za­beth (Mai­ne, Esta­dos Uni­dos) y falle­ció el 31 de agos­to de 1973. El 31 de agos­to se cum­plie­ron 47 años de su muer­te. Rodó más de 140 pelí­cu­las, muchas de ellas en la eta­pa del cine mudo. En 1967 afir­mó Orson Welles que sus tres direc­to­res pre­fe­ri­dos eran “John Ford, John Ford y John Ford”. Al leer­lo, pen­sé que el rea­li­za­dor de Sed de mal (1957) pati­na­ba. Pero empe­cé a sen­tir­me inse­gu­ro en mi habi­tual­men­te fir­me terreno ciné­fi­lo y deci­dí ver varias pelí­cu­las de Ford ante las que tenía fuer­tes pre­jui­cios (Cen­tau­ros del desier­to, 1956; Escri­to bajo el sol, 1957; Un cri­men por hora, 1958; El últi­mo hurra, 1958; Misión de auda­ces, 1959; El sar­gen­to negro, 1960; Dos cabal­gan jun­tos, 1961; El hom­bre que mató a Liberty Valan­ce, 1962; El gran com­ba­te, 1964; Sie­te muje­res, 1966). Todas las había igno­ra­do en el momen­to de su estreno debi­do a la (supues­ta) ideo­lo­gía reac­cio­na­ria de su autor. Entré en dudas y deci­dí repes­car­las pacien­te­men­te en pro­gra­mas de la tele, en las fil­mo­te­cas, en edi­cio­nes de vídeo… Enton­ces caí del burro. Mi agre­si­va petu­lan­cia me había impe­di­do ver lo evi­den­te. John Ford era un gran cineas­ta y un emo­cio­nan­te poe­ta. Welles no pati­na­ba. Qué atre­vi­mien­to el mío al supo­ner tal cosa.

Den­nis Hoo­per y John Hous­ton con John Ford, en 1971, cuan­do le visi­ta­ron en su casa duran­te una cam­pa­ña publi­ci­ta­ria de whisky.

En este pesa­ro­so mes de pan­de­mia y calor he vuel­to a ver varias pelí­cu­las de Ford, ade­más de enfras­car­me en la lec­tu­ra de libros sobre su carre­ra. Mag­ní­fi­co el volu­men colec­ti­vo El uni­ver­so de John Ford (Noto­rious Edi­cio­nes, 532 pági­nas de gran for­ma­to y con sober­bias ilus­tra­cio­nes). Repro­duz­co algu­nos comen­ta­rios.

“Se pone de mani­fies­to la deli­ca­de­za de Ford en su pla­ni­fi­ca­ción y la sen­ci­llez de su direc­ción de acto­res, logran­do esa tex­tu­ra visual y esa sin­ce­ri­dad con­sus­tan­cial a su cine, que solo otros rea­li­za­do­res como Leo McCa­rey sabían impri­mir con ver­da­de­ro cora­zón” (Juan Car­los Viz­caíno, a pro­pó­si­to de Madre mía, 1928).

“La impor­tan­cia y tras­cen­den­cia de El joven Lin­coln (1939) se demues­tra en los artícu­los que le dedi­ca­ron Cahiers du Cine­ma y un fas­ci­na­do Ser­guei Eisens­tein” (Enri­que Bola­do).

“Es una pelí­cu­la del Oes­te. Es de lo mejor, sino lo mejor, que sabía hacer John Ford. Aque­llo que siem­pre le des­cri­bió” (Espi­do Frei­re, sobre Cen­tau­ros del desier­to).

“Todo es gran­de en esta pelí­cu­la” (Moi­sés Rodrí­guez, en su crí­ti­ca de El hom­bre que mató a Liberty Valan­ce).

Anne Ban­croft en Sie­te muje­res (1966).

“No es una obra que cul­mi­ne en la sere­ni­dad, la paz o la sabi­du­ría con­quis­ta­da, como algu­nas otras pie­zas tes­ta­men­ta­rias de algu­nos de los cineas­tas clá­si­cos, sino extra­ña­men­te com­ba­ti­va e incon­for­me, y no pre­ci­sa­men­te opti­mis­ta ni con­ci­lia­do­ra, más bien, en todos los sen­ti­dos, deses­pe­ra­da­men­te rebel­de. Su pro­ta­go­nis­ta es una mujer admi­ra­ble como pocas cria­tu­ras de fic­ción, arre­ba­ta­do­ra­men­te encar­na­da por una Anne Ban­croft más gua­pa que nun­ca, y yo diría que es, de toda la fil­mo­gra­fía de John Ford, su per­so­na­je más que­ri­do (como Naza­rín para Luis Buñuel)”. (Miguel Marías, en su comen­ta­rio sobre Sie­te muje­res).

DIARIO UN CINÉFILO

«Que la vida iba en serio / uno lo empie­za a com­pren­der más tar­de”
Jai­me Gil de Bied­ma

DIARIO DE UN CINÉFILO Es una sec­ción dedi­ca­da al mun­do de las Series de TV, a todos sus aspec­tos ciné­fi­los pero tam­bién a sus deri­va­cio­nes socio­ló­gi­cas y rela­ti­vas a la vida coti­dia­na de las per­so­nas. La cons­truc­ción de roles, las rela­cio­nes fami­lia­res, la actua­li­dad, la come­dia y el dra­ma, la épi­ca his­tó­ri­ca, dra­go­nes y maz­mo­rras… Todo cabe en el mun­do de las series, y cual­quier pers­pec­ti­va del mun­do pue­de ser vis­ta des­de la ópti­ca de un ciné­fi­lo, de un serió­fi­lo inte­li­gen­te y pers­pi­caz. La sec­ción está per­so­na­li­za­da en Rafa Marí, uno de los últi­mos gran­des ciné­fi­los espa­ño­les. La perio­di­ci­dad es alea­to­ria, y la lon­gi­tud de cada entra­da, tam­bién. Pue­de ser tan­to muy cor­ta: un afo­ris­mo, como un exten­so mini­en­sa­yo, o entre­vis­ta, o diá­lo­go inte­rior.

Pese a ser un perio­dis­ta tar­dío, Rafa Marí (Valen­cia, 1945) ha teni­do tiem­po para tra­ba­jar en muchos medios de comu­ni­ca­ción: Car­te­le­ra Turia, Cal Dir, Valen­cia Sema­nal, car­te­le­ra Qué y Don­de, Noti­cias al día, Papers de la Con­se­lle­ria de Cul­tu­ra, Leva­n­­te-EMV, El Hype… Siem­pre en las pági­nas de cul­tu­ra. En 1984 fichó por Las Pro­vin­cias, dia­rio don­de actual­men­te es colum­nis­ta y crí­ti­co de arte.

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