En 1979, el Ayuntamiento de Valencia tardofranquista presidido por Miguel Ramón Izquierdo, cofundador de Unión Valenciana unos años más tarde, convocó un concurso de ideas para el viejo cauce del río Turia. Los últimos años de la autarquía y los que prosiguieron al fallecimiento del general Franco habían sido muy movidos por las asociaciones de vecinos de la ciudad de Valencia, dominadas por el Partido Comunista y otros grupos a su izquierda. Una de las principales reivindicaciones de aquellos momentos, lideradas por jóvenes arquitectos comprometidos como Just Ramírez y Carles Dolç, entonces militantes maoístas del MCPV, se centró en el río: El llit del Túria es nostre i el volem verd, era su agitprop.
La presión para suspender el planeamiento urbanístico (el plan Sur del 66) que preveía convertir el cauce en un nudo de autovías para despejar el tráfico pesado de la ciudad –el semáforo de Europa se la llamaba por entonces a falta de bypass–, fue en aumento una vez la subdirectora del diario conservador Las Provincias, Consuelo Reyna, hizo suya la reivindicación medioambiental. Aquella fue una alianza imbatible que el último consistorio predemocrático no podía soslayar. Evitó una crisis política innecesaria convocando el concurso del Turia, lavándose las manos ante el inminente futuro democrático.
Los trabajos se expusieron en la Lonja, y la ciudadanía pudo contemplar maravillada las diversas propuestas. Allí se dio a conocer el colectivo Vetges Tú i Mediterrànea, bajo un epígrafe que restituía un mundo valenciano entre mágico y psicodélico. Y también los trabajos, muy serios, del arquitecto Julio Cano Lasso. A este último le condenó, sin embargo, su propuesta para instalar un tren de levitación magnética a lo largo de los pretiles del río. Audaz, futurista y funcional. Entonces fueron los vecinos más próximos al cauce los que se opusieron al tren. Cogido entre dos fuegos, el Ayuntamiento decidió declarar desierto el concurso; a Lasso le dieron el primer accésit y a Vetges Tú la siguiente consolación.
No tardaron en llegar las primeras elecciones locales por sufragio universal y un primer gobierno consistorial entre socialistas y comunistas, presidido primero por Fernando Martínez Castellano y poco después por Ricard Pérez Casado. La legislatura democrática inaugural se agotaba y el tema del río no había avanzado ni un centímetro. Es en esa coyuntura cuando otro joven arquitecto que se había incorporado a la nómina municipal, Alejandro Escribano, sugiere una idea que a todos les parece genial: ¿por qué no contratamos al arquitecto de moda, el que siempre sale por la tele, Ricardo Bofill? Pura propaganda visionaria, anterior al gran advenimiento del marketing político.



Y así fue como en el otoño de 1981 se contrató directamente a Bofill y este contribuyó con sus coloristas dibujos plagados de árboles a la renovada victoria electoral del PSPV, ahora ya por mayoría absoluta. Bofill, en efecto, era el arquitecto más moderno que salía por la tele. Había hecho un atrevido club social en un rompeolas con un complejo de apartamentos en la urbanización La Manzanera de Calpe, el orientalista Xanadú y La muralla roja, de aires surrealistas a lo Escher, así como un famosísimo grupo de viviendas a la entrada de Barcelona, el Walden 7 en San Just, de atractivas formas utópicas pero de infortunada construcción: durante años lo envolvieron entre redes para que las tejas que se desprendían de su fachada no lastimaran a los transeúntes.

Los dibujos de Bofill y su aparatosa maqueta también se exhibieron en la Lonja en el verano del 82, y él prometió plantar un millón de árboles. El Gobierno de la ciudad se entusiasmó. Y el electorado. Bofill era un gran seductor, poseía unos recursos retóricos inagotables, de padre catalán y madre veneciana, casado con una famosísima actriz milanesa, Serena Vergano. Se metió a la prensa en el bolsillo y especialmente a la influyente Consuelo Reyna. Su estudio barcelonés ocupaba –y ocupa– los silos de una antigua cementera en el propio Sant Just. Brillante intervención, y pionera en la recuperación del patrimonio industrial. Allí me recibió. Era la primera entrevista que hacía en mi vida profesional. Bofill andaba sobrado y mi función era ser un periodista respetuoso para poder vender el trabajo. Se publicó en Noticias al Día.

Para entonces, Bofill había cambiado de registro y se alineaba en la ola estilística de la posmodernidad. En Francia estaba triunfando con su propuesta de un neoclasicismo prefabricado. Era monumental, impresionaba a los políticos, comprensible para el público, y barato. Para los arquitectos, todo lo contrario, aquello era un bluf sin rigor. Su proyecto para el Jardín del Turia se comparaba a un trampantojo en tecnicolor que, desde el primer día, iba a generar muchos problemas. Para empezar, Bofill pidió la intervención de una potente ingeniería, la de Ove Arup –la mejor de Europa, carísima–, con la que garantizar la solvencia del proyecto constructivo del jardín. En el Ayuntamiento se escandalizaron.

Me reencontré con Bofill en diversas ocasiones durante la larga gestación de aquella obra, cuyos trabajos físicos comenzaron en 1986. La inauguración de sus primeros tramos no se produciría hasta junio del 87. Volvimos a vernos profesionalmente varias veces. Bofill no tuvo su ingeniería ni el proyecto completo. Se tuvo que conformar con desarrollar sus columnatas neohelénicas de hormigón blanco en el tramo central, el que arropa al Palau de la Música de José M. García de Paredes. A Vetges Tú le encargaron el tramo de la Casa del Agua, junto a Mislata, y al estudio de Juan A. Otegui, José Luis Gisbert y Juan F. Noguera el miniestadio de atletismo. A falta de más recursos, el concejal comunista Salvador Blanco se lio la manta a la cabeza y organizó una plantación popular de árboles en el cauce recayente al Paseo de la Pechina. Más tarde entró en escena Santiago Calatrava, pero esa es otra historia que, como la del Jardín del Turia, todavía no ha escrito su capítulo final: el de la desembocadura.

Muchos años después de tratarle compré una bonita alfombra para casa. La vi en el escaparate y me gustó al instante. No es posmoderna, más bien sus trazos recuerdan un Paul Klee. El diseño es de Bofill. No lo sabía. Me sigue gustando mucho. Al estudio de Bofill, su Taller de Arquitectura, le falta por culminar el proyecto de un pequeño rascacielos en la pista de Ademuz, la torre Ikon que promueve Porcelanosa: el edificio residencial más alto de Valencia, tal como se anuncia. Su obra póstuma.


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