De izda a dere­cha Pedro Simon Bar­ce­ló, Mar­ta Bua­das y Basi­lio Bal­ta­sar. Foto: Cati Cla­de­ra.


El escri­tor holan­dés reci­be el X pre­mio For­men­tor de las Letras.

Aun­que habi­tual­men­te vive en Menor­ca, don­de desa­rro­lla su tarea fun­da­men­tal de escri­tor, el con­fi­na­mien­to man­tie­ne a Noo­te­boom en Áms­ter­dam, des­de don­de ha leí­do un bri­llan­te dis­cur­so en el que ha rei­vin­di­ca­do la expe­rien­cia de la vida –y en su caso la de los via­jes y el cono­ci­mien­to de lo dis­tin­to– como la fuen­te fun­da­men­tal de ins­pi­ra­ción de la escri­tu­ra.

Pre­sen­ta­ción WMa­ga­zín:

Cees Noo­te­boom (La Haya, 1933) es un hom­bre nóma­da por el mun­do, alumno feliz de las expe­rien­cias de la vida, de eter­na voca­ción filo­só­fi­ca, agra­de­ci­do a los auto­res clá­si­cos y sabe­dor de que hay que espe­rar para reco­no­cer cuán­do se debe leer y escri­bir algo. Son las raí­ces sobre las que sos­tie­ne el árbol de su crea­ción lite­ra­ria: narra­ti­va, poe­sía, ensa­yo y tra­duc­ción. Las negri­tas son tam­bién de la revis­ta lite­ra­ria WMa­ga­zín.

Cees Noo­te­boom (en la pan­ta­lla) lee, des­de su casa de Áms­ter­dam, el dis­cur­so al reci­bir el X Pre­mio For­men­tor de las Letras entre­ga­do en el Hotel For­men­tor, al nor­te de la isla de Mallor­ca. Foto: Cati Cla­de­ra

Leyendo el libro del mundo

Por Cees Noo­te­boom

En el aho­ra en que escri­bo estas pala­bras, veo delan­te de mi ven­ta­na la peque­ña rama de nogal que cor­té fren­te a esta ais­la­da casa ale­ma­na en la que resi­do. Nun­ca me había fija­do yo mucho en los noga­les —a pesar de que mi nom­bre, Noo­te­boom, que en espa­ñol sig­ni­fi­ca «nogal», hubie­ra sido razón sufi­cien­te para ello—, y, por con­si­guien­te, nun­ca había repa­ra­do en la belle­za de las for­mas de sus hojas. Hace unos días colo­qué esa ele­gan­te rami­ta delan­te de mi ven­ta­na por la que veo una hie­dra exu­be­ran­te, detrás de esta unos árbo­les altos, des­pués un cam­po que el trac­tor del vecino reco­rre de un lado a otro, al fon­do un bos­que y más allá, en lon­ta­nan­za, los Alpes, pues esta casa está ubi­ca­da en un lugar apar­ta­do, en una zona rural de Baden Würt­tem­berg, que es uno de los esta­dos de Ale­ma­nia, como bien saben uste­des. Los dis­cur­sos poseen siem­pre un enton­ces y un aho­ra, el enton­ces de la escri­tu­ra y el aho­ra, es decir, aho­ra mis­mo, en que toca pro­nun­ciar­los. De ser así, me encuen­tro, en este momen­to, delan­te de uste­des en For­men­tor, el lugar que da nom­bre al pre­mio que hoy reci­bo. Es posi­ble que escu­chen uste­des una leve vaci­la­ción en mi voz, por­que el tiem­po en el que vivi­mos es un tiem­po incier­to en que las cosas que damos por sen­ta­das no siem­pre son segu­ras. Escri­bo estas pala­bras el últi­mo día del mes de mayo. Tal como están las cosas aho­ra, exis­te aún la posi­bi­li­dad de que el virus que actual­men­te domi­na el mun­do nos jue­gue una mala pasa­da, y, en tal caso, no estoy hoy, el 18 de sep­tiem­bre, aquí en Pal­ma de Mallor­ca delan­te de uste­des, sino en otro lugar, don­de uste­des no están, lo cual sería de lamen­tar. La isla en la que se encuen­tra For­men­tor es veci­na de mi isla, Menor­ca, que no es mía, por supues­to, aun­que yo diga «mi» isla, pero sí es el lugar don­de he escri­to gran par­te de mis libros y poe­mas en los últi­mos cin­cuen­ta años. De modo que el pre­mio que reci­bo es para mí, en cier­to sen­ti­do, como lle­gar a casa, con lo que no quie­ro decir que se me haya otor­ga­do por esta razón, cla­ro está, si bien estoy con­ven­ci­do de que la isla más peque­ña ha sido una ins­pi­ra­ción esen­cial para mi obra a lo lar­go de todos esos años.

Algu­nos días del año, en Menor­ca, cuan­do des­de mi pue­blo de San Luis me diri­jo hacia el oes­te en direc­ción a Ciu­da­de­la, avis­to la for­ma de Mallor­ca, una atrac­ti­va figu­ra geo­ló­gi­ca, lige­ra­men­te cur­va, que pare­ce flo­tar sobre el mar, como una ten­ta­ción. El via­je en bar­co de Ciu­da­de­la a Alcu­dia dura tres horas, un tra­yec­to que he rea­li­za­do con cier­ta fre­cuen­cia, pero mien­tras lo hacía nun­ca pen­sé en el Pre­mio For­men­tor, has­ta aho­ra, aho­ra que quie­ro expre­sar mi agra­de­ci­mien­to por este gran honor. A prin­ci­pios de la déca­da de los sesen­ta, dos de los escri­to­res que yo más admi­ra­ba, sin com­pren­der­los del todo, el irlan­dés Bec­kett y el argen­tino Bor­ges, reci­bie­ron este mis­mo pre­mio… Bor­ges, el viden­te cie­go, se con­vir­tió con el paso del tiem­po en una figu­ra mito­ló­gi­ca, como la pro­pia lite­ra­tu­ra, una cons­tan­te fuen­te de ins­pi­ra­ción, un ejem­plo de eru­di­ción y de la posi­bi­li­dad de jugar de una mane­ra supe­rior con todo lo que uno ha leí­do.

¿Cuán­do se con­vier­te uno en escri­tor? ¿Es gra­cias a la lec­tu­ra o gra­cias a la vida? ¿O es por una com­bi­na­ción acci­den­tal o, por el con­tra­rio, inten­cio­na­da de ambas? En el semi­na­rio don­de cur­sé el bachi­lle­ra­to clá­si­co yo no había leí­do ni a Bor­ges ni a Bec­kett. ¿Influ­ye la for­ma en la que dis­cu­rre tu vida en la mane­ra en que bus­cas tu camino en la lite­ra­tu­ra? Tenía yo sufi­cien­tes razo­nes para pre­gun­tar­me esto, por­que, al igual que muchos de mis con­tem­po­rá­neos naci­dos antes de la gue­rra (soy del 33) que aún vivie­ron, de for­ma más o menos cons­cien­te, sufi­cien­tes años de aque­lla épo­ca como para haber sido toca­dos por ella defi­ni­ti­va­men­te, aque­lla gue­rra, sin que yo me die­ra cuen­ta enton­ces, se con­vir­tió tam­bién para mí en una fuer­za nada des­de­ña­ble que afec­ta­ría mi vida y, por lo tan­to, mi escri­tu­ra, a cau­sa del inevi­ta­ble caos que la acom­pa­ña. Mis padres se divor­cia­ron en el últi­mo año de la gue­rra. Debi­do al ham­bre que azo­ta­ba a La Haya en aquel mis­mo año de 1944, mi padre, que mori­ría en un bom­bar­deo de avio­nes bri­tá­ni­cos dos meses des­pués, me había envia­do con mi madre fue­ra de la ciu­dad, por­que ahí toda­vía había algo de comer. Nues­tra casa en La Haya sería des­trui­da en este mis­mo bom­bar­deo; toda­vía con­ser­vo en mi reti­na la ima­gen de aquel irre­co­no­ci­ble mon­tón de pie­dras.

Mi madre se vol­vió a casar en 1948 con un hom­bre extre­ma­da­men­te cató­li­co, por lo que me inter­na­ron en un semi­na­rio de fran­cis­ca­nos, y des­pués, una vez que me echa­ron de ahí, en uno de la orden de Agus­ti­nos, y la pala­bra «orden» me la tomo aquí lite­ral­men­te como la antí­te­sis de «caos». Esto supu­so un nue­vo giro en mi bio­gra­fía. En mi libro sobre Vene­cia, en el que comen­to una pin­tu­ra de Car­pac­cio que repre­sen­ta a san Agus­tín como un escri­tor con la plu­ma levan­ta­da, es decir, en el momen­to de la ins­pi­ra­ción, sos­tu­ve que él fue el mejor escri­tor entre los san­tos y el más san­to entre los escri­to­res. Así que no podría haber teni­do yo mejor suer­te, a pesar de que el amor entre los agus­ti­nos y yo no fue­ra per­fec­to y me expul­sa­ran tam­bién de ahí, pero, con todo, estoy con­ven­ci­do de que la pala­bra Orden —ordi­nis Sanc­ti Augus­ti­ni— está bien ele­gi­da: por pri­me­ra vez hubo orden en mi vida, tal vez gra­cias a los frai­les, pero en espe­cial gra­cias al hora­rio estric­to que impe­ra en un semi­na­rio, y, con toda segu­ri­dad, gra­cias a los clá­si­cos que allí me ense­ña­ron y que ejer­ce­rían una influen­cia dura­de­ra en mi obra, que a par­tir de aquel momen­to, por el orden bené­fi­co y por el caos que yo mis­mo me creé, se carac­te­ri­za­ría por una con­ti­nua exis­ten­cia nóma­da. Yo no podía ima­gi­nar­me en una uni­ver­si­dad, mi uni­ver­si­dad sería el mun­do. No creo que por aquel enton­ces ya qui­sie­ra ser escri­tor. Tan­to el orden como el caos se con­vir­tie­ron en par­te de mi vida: el caos de estar siem­pre en camino uni­do a la nece­si­dad de escri­bir sobre ese estar en camino, y mi obse­si­va y tenaz curio­si­dad gra­cias a la cual apren­día idio­mas mien­tras via­ja­ba, a lo que con­tri­bu­yó la base que había adqui­ri­do en los pocos años que había estu­dia­do grie­go y latín y tres idio­mas moder­nos en el semi­na­rio.

En sep­tiem­bre del año pasa­do obtu­ve un doc­to­ra­do hono­ris cau­sa en Lon­dres y a los estu­dian­tes les expli­qué, con un pla­cer un poco per­ver­so, aun­que no fue­ra esta mi inten­ción, que ade­más de la uni­ver­si­dad, exis­ten for­mas ile­ga­les de apren­der o de adqui­rir los sig­nos exter­nos de eru­di­ción; pero aquí habla, cla­ro está, el auto­di­dac­ta, por no hablar de mi carre­ra de ban­que­ro, que ini­cié al irme de casa a los die­ci­sie­te años y que con­sis­tió en tra­ba­jar un par de años como joven emplea­do en un ban­co. Todo aque­llo no me apor­tó nin­gu­na nove­la suge­ren­te sobre la ban­ca, pero sí me sir­vió de algo. Y es que, algu­nas veces, cuan­do me per­mi­tían lle­var dine­ro en bici­cle­ta a unas ancia­nas de alta alcur­nia, yo apro­ve­cha­ba para hacer un gran des­vío por un bos­que don­de me dete­nía jun­to un arro­yo para, sí, ¿para qué? Para pen­sar, y a veces pien­so que mi escri­tu­ra comen­zó en aquel lugar, sin poner una pala­bra sobre el papel. Me sen­ta­ba allí y pen­sa­ba, una for­ma de absen­tis­mo y de clan­des­ti­ni­dad que aho­ra sé que es par­te inte­gral de la escri­tu­ra.

Pen­sa­ba en lo que real­men­te que­ría y en lo que había leí­do. Lo que me había que­da­do del poco tiem­po que cur­sé la escue­la secun­da­ria era la avi­dez por leer libros, y cuan­do hoy vuel­vo a mirar mis anti­guos libros y las fechas que ano­ta­ba fiel­men­te en ellos, me sor­pren­de encon­trar no solo a Sar­tre y a Faulk­ner o a los clá­si­cos que estu­dié en el semi­na­rio, como Ovi­dio y Home­ro, sino tam­bién a unos cuan­tos escri­to­res holan­de­ses de los que uste­des des­afor­tu­na­da­men­te nun­ca habrán oído hablar, por­que el neer­lan­dés es un len­gua­je secre­to en el que hay que haber naci­do para poder des­cu­brir los teso­ros ocul­tos de nues­tra lite­ra­tu­ra.

En mi casa no se leía, al menos no aque­llos libros que fas­ci­nan a quien más tar­de será escri­tor. ¿Cómo fun­cio­nan esas cosas? Sal­tas de un libro a otro, algu­nos escri­to­res no dejan de cau­ti­var­te a lo lar­go de toda la vida; tal vez no los com­pren­dis­te del todo cuan­do los leís­te por pri­me­ra vez y, para según qué libros, tuvis­te que apren­der a cap­tar los mati­ces del idio­ma extran­je­ro. Es una escue­la dura en la que uno mis­mo hace de alumno y de pro­fe­sor, una escue­la que te acom­pa­ña­rá toda la vida con des­cu­bri­mien­tos siem­pre nue­vos. Por aquel enton­ces no tenía yo muchos ami­gos lite­ra­tos; vaga­ba por una inmen­sa sel­va, no para bus­car, sino para encon­trar. Uno de los libros más anti­guos en el que ano­té mi nom­bre es L’existentialisme est un huma­nis­me de Sar­tre. ¿Enten­dí este libro en aquel momen­to? ¿Era mi fran­cés lo sufi­cien­te­men­te bueno? Lle­va­ba años hacien­do via­jes en autos­top con camio­ne­ros fran­ce­ses, pero el dis­cur­so en las cabi­nas de los enor­mes camio­nes esta­ba más enfo­ca­do en el siguien­te res­tau­ran­te que en la filo­so­fía, y, sin embar­go, pien­so que apren­dí mucho de ellos. Recuer­do la obs­ti­na­ción por des­viar­nos de las rutas para ir a comer tal o cual espe­cia­li­dad culi­na­ria local. Aho­ra, sesen­ta años des­pués, leo en una bio­gra­fía de Hei­deg­ger acer­ca de sus res­pues­tas a Sar­tre, y algu­nas par­tes del rom­pe­ca­be­zas empie­zan a enca­jar; aque­llo que, con toda pro­ba­bi­li­dad, no enten­dí en su día se tor­na cla­ro. Com­pren­dí, por la pren­sa de aque­llos días, que había varios auto­res fran­ce­ses, como por ejem­plo Simo­ne de Beau­voir, que pro­fe­sa­ban una gran admi­ra­ción por William Faulk­ner. Igno­ro si lo habían leí­do tra­du­ci­do o en su idio­ma ori­gi­nal, pero para mí la len­gua y el esti­lo de Faulk­ner eran un gran desa­fío, y no fue has­ta más ade­lan­te, des­pués de via­jar por Misi­si­pi y otros esta­dos del sur y com­pren­der cuán vin­cu­la­dos esta­ban la cul­tu­ra de la Amé­ri­ca negra y el pasa­do escla­vis­ta en el mun­do de Faulk­ner, cuan­do por fin hallé el acce­so a su inten­so y com­ple­jo mun­do.

En cier­ta oca­sión me encon­tra­ba yo fren­te a la enor­me biblio­te­ca de mi ami­go ale­mán Rüdi­ger Safrans­ki, autor de las bio­gra­fías de Nietz­sche y Hei­deg­ger, Höl­der­lin y E.T.A Hof­mann, Goethe y Schi­ller. Esta­ba yo ahí cavi­lan­do un poco, con res­pe­to y envi­dia, y se me ocu­rrió pre­gun­tar, pro­ba­ble­men­te en un tono de deses­pe­ra­ción: «Rüdi­ger, pero ¿cuán­do has leí­do todo esto?». Y él me con­tes­tó, como si lle­va­ra tiem­po pre­pa­rán­do­se para esta pre­gun­ta. «Mien­tras tú leías el libro del mun­do». En mi vida he teni­do que res­pon­der con fre­cuen­cia a la pre­gun­ta de por qué via­jo tan­to, y, como reac­ción a la cons­tan­te incom­pren­sión hacia mi supues­ta inquie­tud, he desa­rro­lla­do un meca­nis­mo de defen­sa que tie­ne que ver con mi pasa­do, con aquel par de años en el semi­na­rio. Gra­cias a este pasa­do, como no pue­de ser de otra mane­ra, desa­rro­llé una fas­ci­na­ción por los monas­te­rios que me ha acom­pa­ña­do toda la vida, en espe­cial por sus varian­tes cada vez menos comu­nes, los monas­te­rios con el bello nom­bre de «con­tem­pla­ti­vos», órde­nes como las de los bene­dic­ti­nos y cis­ter­cien­ses, tam­bién lla­ma­dos tra­pen­ses. El silen­cio que rei­na en estos luga­res, la regu­la­ri­dad que en efec­to me fal­ta­ba en mi inquie­ta vida, me atraían has­ta tal extre­mo que me pre­sen­té —debe­ría de tener unos die­cio­cho años— en un monas­te­rio tra­pen­se situa­do en el sur de los Paí­ses Bajos para pre­gun­tar si podía ingre­sar en la orden. El abad, un hom­bre sabio, capaz de atra­ve­sar con su mira­da mi alma inquie­ta, debió de lle­gar a la con­clu­sión de que lo que a mí me movía no era la fe. Me entre­gó una his­to­ria de la vida de los san­tos en latín, una cel­da para dor­mir y un dic­cio­na­rio, y me encar­gó que tra­du­je­ra un frag­men­to del libro. Al cabo de unos pocos días me lar­gué de ahí, pero des­de enton­ces no he deja­do de visi­tar regu­lar­men­te monas­te­rios don­de­quie­ra que estén —Irlan­da, Cas­ti­lla o Japón—, y me he cons­trui­do mi pro­pio monas­te­rio, sin cofra­des, con la infi­ni­ta serie de habi­ta­cio­nes de hotel que he ocu­pa­do: cel­das para leer, escri­bir y pen­sar.

Hace mucho, en 1962, tuvo lugar un con­gre­so lite­ra­rio en Edim­bur­go don­de cono­cí a la escri­to­ra ame­ri­ca­na Mary McCarthy. Ella se halla­ba enton­ces en la cima de su fama, y yo aún no esta­ba en nin­gún lado, pero en aquel encuen­tro, que se con­ver­ti­ría en uno de los más impor­tan­tes de mi vida, ella debió de ver algo en mí, gra­cias a lo cual nació una amis­tad que se pro­lon­gó has­ta su muer­te. En el déda­lo de mi defec­tuo­sa memo­ria creí que nos había­mos vuel­to a encon­trar en For­men­tor, cuan­do ella fue miem­bro del jura­do en 1964, y mi admi­ra­do Gom­bro­wicz uno de los can­di­da­tos. Lo del jura­do y lo de Gom­bro­wicz era cier­to, sí, pero el encuen­tro tuvo lugar aquel año en Vales­cu­re y ella no votó por Gom­bro­wicz, que con­ta­ba con el apo­yo de un gran núme­ro de escri­to­res, sino por Natha­lie Sarrau­te, creo que sobre todo por su libro Tro­pis­mes, un títu­lo que ha dado nom­bre a una de las libre­rías fran­có­fo­nas fue­ra de Fran­cia más bellas, me refie­ro a la libre­ría Tro­pis­mes de Bru­se­las, don­de com­pro mis libros siem­pre que visi­to la capi­tal euro­pea.

Las libre­rías, qui­sie­ra dejar­lo cla­ro aquí, son para los escri­to­res una de las fuen­tes de ins­pi­ra­ción más impor­tan­tes. Si algo nos ha demos­tra­do la pan­de­mia es que el perio­do de cie­rre de libre­rías ha con­ver­ti­do a los lec­to­res y a los escri­to­res jun­tos en tris­tes huér­fa­nos, algo que ni Ama­zon ni inter­net pue­den reme­diar, pues no son sino enfer­me­ros en el hos­pi­tal equi­vo­ca­do. Si me ima­gino el cie­lo, veo la ima­gen de una gran libre­ría un poco des­or­de­na­da don­de unos libros dis­per­sos en el sue­lo engen­dra­rán otros libros. Pero ¿qué libros son esos? Bor­ges y Nabo­kov nacie­ron en casas lle­nas de libros. ¿Es bueno eso? A mí me daba envi­dia y, sin embar­go, no sé si es bueno. A mi madre le gus­ta­ba leer, pero no los libros que yo más tar­de admi­ra­ría; así y todo, pien­so que la ima­gen de mi madre absor­ta en la lec­tu­ra de un libro me con­du­jo hacia la lite­ra­tu­ra. Como quie­ra que sea, algu­nos libros más vale leer­los a cier­ta edad. Mucho más ade­lan­te, afir­mé en una de mis obras que al escri­bir uno siem­pre tie­ne en la mano a otros cien escri­to­res, sea o no cons­cien­te de ello. Yo no fui capaz de leer a Bor­ges has­ta que la Collec­tion La Croix du Sud de Roger Cai­llois publi­có sus libros tra­du­ci­dos al fran­cés, y no fui capaz de leer en fran­cés has­ta haber via­ja­do infi­ni­tas veces con aque­llos camio­ne­ros, por­que mi fran­cés esco­lar no bas­ta­ba. ¿Aca­so man­te­nía yo con­ver­sa­cio­nes lite­ra­rias con aque­llos con­duc­to­res? No, pero sí hice en aque­llas cabi­nas otra cosa, igual de indis­pen­sa­ble: escu­char las his­to­rias de otras per­so­nas. Y los rela­tos ora­les son libros toda­vía sin impri­mir que te per­mi­ten acce­der a la con­nais­san­ce du mon­de, lo cual me lle­va de nue­vo a las pala­bras de Safrans­ki acer­ca del libro del mun­do.

Mis tres o cua­tro cur­sos de edu­ca­ción secun­da­ria me pro­por­cio­na­ron una base sóli­da que me per­mi­tió vol­ver siem­pre a Heró­do­to, Catu­lo, Safo o San Agus­tín. Aho­ra bien, para enfren­tar­me al mun­do vivo que me rodea­ba, no esta­ba yo muy pre­pa­ra­do; este lo tuve que des­cu­brir por mi cuen­ta, lo cual solo es posi­ble si uno se expo­ne al azar. Y así fue como lle­gó a Áms­ter­dam un vie­jo direc­tor de esce­na, Pjotr Sja­rov, que había sido alumno de Sta­nis­lavs­ki. Nos tra­jo una repre­sen­ta­ción de Ché­jov tras otra, un recuer­do inol­vi­da­ble, que más ade­lan­te retor­nó a mi poe­sía y que me hizo adic­to al tea­tro. Con mis pri­me­ros ingre­sos toma­ba yo cada año en Hoek van Holland un bar­co con des­tino a Har­wich para asis­tir cada noche al tea­tro en Lon­dres y casi ane­gar­me en la extra­or­di­na­ria rique­za de Sha­kes­pea­re. Lo que com­pren­dí enton­ces de aque­lla orgía lin­güís­ti­ca sha­kes­pea­ria­na no lo recuer­do, pero sí me ha que­da­do la fas­ci­na­ción por una len­gua que es capaz de todo. Des­de Lon­dres hacía yo autos­top a París, y recuer­do como si fue­ra ayer las pri­me­ras obras de Bec­kett, pero tam­bién las otras obras, tan dife­ren­tes y menos mis­te­rio­sas, pero muy afi­la­das, de Anouilh y Ada­mov, con acto­res gran­dio­sos como Ser­ge Reg­gia­ni. No recuer­do gran cosa de las cla­ses de lite­ra­tu­ra neer­lan­de­sa en mi escue­la secun­da­ria nun­ca aca­ba­da, pero la poe­sía de la gene­ra­ción de los 80 —y con ello me refie­ro a 1880, una gene­ra­ción lite­ra­ria que, para la mayo­ría de extran­je­ros, es des­co­no­ci­da a cau­sa de la inac­ce­si­bi­li­dad de nues­tra len­gua—, sí me impre­sio­nó, en cual­quier caso, me ense­ñó a leer poe­sía. Mucho más ade­lan­te encon­tré un anti­guo cua­derno en el que había copia­do cin­cuen­ta poe­mas de todo tipo, un cua­derno que podía lle­var­me fácil­men­te en mis via­jes en autos­top para leer­lo y releer­lo. Uno de los pri­me­ros gran­des des­cu­bri­mien­tos en mi pro­pia len­gua fue Louis Coupe­rus, un escri­tor pro­ce­den­te de las Indias Orien­ta­les Neer­lan­de­sas, nues­tras anti­guas colo­nias, hoy Indo­ne­sia, que en el ante­rior fin de sié­cle escri­bió algu­nas nove­las esplén­di­das, como De sti­lle kracht (La fuer­za ocul­ta), en la que por pri­me­ra vez pene­tra­ban los vien­tos del mun­do tro­pi­cal, una influen­cia que ya nun­ca me aban­do­nó, como tam­po­co la que ejer­ció sobre mí Jan Jacob Slauerhoff, poe­ta mal­di­to y médi­co de a bor­do falle­ci­do a tem­pra­na edad, y, que con sus solea­res y fados melan­có­li­cos me evo­có un mun­do espa­ñol y por­tu­gués que ya nun­ca más fui capaz de resis­tir y que no com­pren­dí del todo has­ta ver­me en un bar­co atra­ca­do en el puer­to de Lis­boa, con­ver­ti­do yo mis­mo en mari­ne­ro, para zar­par hacia Suri­nam, con mis poe­mas en la male­ta.

A mis vein­tiún años, en 1954, escri­bí mi pri­me­ra nove­la: Phi­lip y los otros. De esto hace ya 65 años y con­ti­núo escri­bien­do. En algún momen­to dije que uno debe espe­rar, aun­que no sepa qué. En 1963 escri­bí mi nove­la El caba­lle­ro ha muer­to, que con­si­de­ro el fra­ca­so más impor­tan­te de mi obra. En este libro, el escri­tor se sui­ci­da des­pués de fra­ca­sar en su inten­to de fina­li­zar el libro que otro escri­tor había deja­do inaca­ba­do. El libro era una som­bra oscu­ra y leja­na de aque­lla pri­me­ra nove­la que yo había escri­to con total inge­nui­dad y sin recu­rrir a nin­gu­na téc­ni­ca lite­ra­ria, lo que tal vez expli­ca por qué cose­chó cier­to éxi­to en aque­lla épo­ca. La nue­va nove­la con su tris­te des­en­la­ce reci­bió elo­gios a la vez que duras crí­ti­cas, y tan­to lo uno como lo otro esta­ba jus­ti­fi­ca­do. Yo sabía que tenía que escri­bir ese libro, pues de lo con­tra­rio hubie­ra pro­li­fe­ra­do en mi cabe­za cual tumor maligno. Empe­cé a via­jar, y, excep­to mi poe­sía más o menos her­mé­ti­ca, me situé al mar­gen del ambien­te lite­ra­rio habi­tual, y me dedi­qué a escri­bir sobre el mun­do y sobre lo que veía en mis via­jes. Buda­pest 1956, el Muro de Ber­lín 1963, París 1968, Suda­mé­ri­ca des­pués de Cuba, y de nue­vo el Muro, pero esta vez en 1989 y a con­ti­nua­ción la Ale­ma­nia uni­da… Duran­te los die­ci­sie­te años pos­te­rio­res a mi aban­dono de la fic­ción se publi­ca­ron muchos de mis lla­ma­dos “libros de via­je’, refle­xio­nes y medi­ta­cio­nes sobre mis via­jes por todos los con­ti­nen­tes, como mis libros sobre Japón y sobre Espa­ña, El des­vío a San­tia­go, y no fue has­ta enton­ces, des­pués de die­ci­sie­te años de silen­cio, cuan­do apa­re­ció Ritua­les, el libro que yo había espe­ra­do todo ese tiem­po. ¿Aca­so fui cons­cien­te de que lo espe­ra­ba? No, yo sabía que debía espe­rar, pero no sabía qué, a no ser que, sin saber­lo, hubie­ra esta­do espe­ran­do el ins­tan­te de la fic­ción. Y solo des­pués de esto apa­re­cie­ron mis otros libros. ¿Qué había suce­di­do entre­tan­to?

Había vivi­do y había via­ja­do. En un libro sobre el filó­so­fo Ernst Bloch vi un capí­tu­lo titu­la­do Onto­lo­gie des Noch-Nicht-Seins (Onto­lo­gía del toda­­vía-no). En esta his­to­ria que aca­bo de leer­les, apa­re­cen algu­nos recuer­dos de juven­tud que pro­ce­den de la épo­ca del «toda­­vía-no». Vi, leí, espe­ré, y des­pués escri­bí, y res­pec­to a esto últi­mo pue­do decir que me sigue ale­gran­do no haber leí­do a Proust antes de esta épo­ca, por­que tam­bién Proust per­te­ne­cía a la espe­ra. Cuan­do al fin estu­ve pre­pa­ra­do para ello, qui­se leer­lo en fran­cés, len­ta­men­te, pági­na por pági­na, has­ta el increí­ble final de Le Temps Retro­uvé, que me recor­dó al éxta­sis de un mon­ta­ñe­ro que ha alcan­za­do al fin la cum­bre del Hima­la­ya. No era el fran­cés de mis camio­ne­ros, pero hay que reco­no­cer que sin tal expe­rien­cia mi com­pren­sión hubie­ra sido menor, y la iro­nía pós­tu­ma de este cono­ci­mien­to es que un edi­tor fran­cés me reco­men­dó recien­te­men­te que leye­ra a Proust en inglés, por­que al haber sido tra­du­ci­do ya tres veces a este idio­ma a lo lar­go del siglo, sería mucho más moderno que en fran­cés: una equi­vo­ca­ción.

Proust y Pes­soa nos han ense­ña­do que es posi­ble repar­tir la vida entre varias per­so­nas y escri­to­resKawa­ba­ta y Mishi­ma nos han demos­tra­do que la lite­ra­tu­ra japo­ne­sa, tan dife­ren­te a la nues­tra, pue­de ser tam­bién muy cer­ca­na; Celan y Joy­ce, sin olvi­dar a Hei­deg­ger, hicie­ron de la pro­pia len­gua el suje­to de su obra, un len­gua­je secre­to que se escri­bía y solo des­pués se des­ci­fra­ba, con­vir­tien­do así la lec­tu­ra en una aven­tu­ra sin fin. El tiem­po del «toda­­vía-no» ya lo he deja­do atrás para siem­pre. Nun­ca fui capaz de defi­nir ese tiem­po con abs­trac­cio­nes filo­só­fi­cas, lo cual tam­po­co hubie­ra sido posi­ble en mi otra épo­ca, las de las cabi­nas de los camio­nes. La esen­cia del «toda­­vía-no» per­te­ne­ce a la espe­ra, es gra­cias al «toda­­vía-no» que la obra adquie­re su defi­ni­ti­va for­ma. Quien eli­ja la abs­trac­ción debe con­tar su his­to­ria de otra mane­ra o, mejor dicho, con­ver­tir­se en otro escri­tor.

Hace un ins­tan­te, este dis­cur­so con­te­nía, según el recuen­to de mi orde­na­dor, 3333 pala­bras. Yo nací en 1933, un año fatal para la his­to­ria euro­pea, y mis dos últi­mos poe­ma­rios con­tie­nen cada cual 33 poe­mas. Para huir de esa afec­ta­ción nume­ro­ló­gi­ca con el núme­ro 3, aña­dí algu­nas pala­bras en rela­ción con la cita de Ernst Bloch, y aho­ra les digo, sen­ci­lla­men­te: gra­cias, For­men­tor, gra­cias a todos uste­des. (*)

  • Dis­cur­so leí­do por Cees Noo­te­boom para la entre­ga del Pre­mio For­men­tor 2020
    18 de sep­tiem­bre de 2020
    Tra­duc­ción de Isa­­bel-Cla­­ra Lor­da Vidal

Los libros de Nooteboom

La mayo­ría de libros de Cees Noo­te­boom son edi­ta­dos en Espa­ña por Sirue­la:

Vene­cia: el león, la ciu­dad y el agua, tie­ne pre­vis­ta su edi­ción en oto­ño de 2020.

Llu­via roja (Sirue­la, 2009) es un mosai­co de su vida coti­dia­na en Menor­ca (el perro, anéc­do­tas culi­na­rias, los veci­nos, el jar­dín), recuer­dos de sus pri­me­ros via­jes por el mun­do y refle­xio­nes sobre lite­ra­tu­ra.

Des­apa­ri­ción del muro son las notas sobre los años que Noo­te­boom vivió antes y des­pués de la reuni­fi­ca­ción de Ale­ma­nia en 1989.

El día de todas las almas es una nove­la de la tran­si­ción de la vida polí­ti­ca y social en Ber­lín, a tra­vés de una his­to­ria de amor mien­tras refle­xio­na sobre las rutas de la his­to­ria.

El des­vío a San­tia­go es un gran fres­co de Espa­ña que cono­ció en 1954 y des­de enton­ces ha visi­ta­do casi cada año.

Ritua­les (1984) sur­ge tras 17 años de no escri­bir fic­ción, sólo ensa­yo y perio­dis­mo.

En las mon­ta­ñas de Holan­da es una fábu­la basa­da en La Rei­na de las Nie­ves, en la cual abor­da la reali­dad y la ilu­sión.

Hotel nóma­da es un libro para espí­ri­tus via­je­ros, espe­jos y refle­jos de sus vida y de otros antes que él.

Per­di­do el paraí­so es la his­to­ria de ánge­les en la que dia­lo­ga con la obra de John Mil­ton El paraí­so per­di­do. ¡Moku­sei! es la mira­da y la seduc­ción sobre Orien­te.

El enig­ma de la luz. Un via­je en el arte des­plie­ga la ima­gi­na­ción hacia mun­dos de artis­tas como Leo­nar­do, Ver­meer y Hop­per.

El Premio Formentor

El Pre­mio For­men­tor, sos­te­ni­do con el mece­naz­go de las fami­lias Bar­ce­ló y Bua­das, con­ce­di­do por pri­me­ra vez en 1961, ha teni­do dos eta­pas: entre 1961 y 1967 y la segun­da des­de 2011. La pri­me­ra eta­pa fue impul­sa­da por un repu­tado gru­po de edi­to­res euro­peos como Car­los Barral, Galli­mard, Einau­di, Rowolt…. Enton­ces con­vo­có a los más des­ta­ca­dos escri­to­res de la épo­ca. Tenía dos moda­li­da­des: Inter­na­cio­nal en la cual dis­tin­guía a un autor de pres­ti­gio uni­ver­sal: Samuel Bec­kett (por Trio­lo­gía), Jor­ge Luis Bor­ges (Fic­cio­nes), Uwe John­son (Con­je­tu­ras sobre Jacob), Car­los Emi­lio Gad­da (El apren­di­za­je del dolor), Natha­lie Serrau­te (Les fruits d’or), Saul Bellow (Her­zog) y Witold Gom­bro­wicz (Cos­mos). Y el Pre­mio For­men­tor, como tal, que galar­do­na­ba una nove­la pre­sen­ta­da por las edi­to­ria­les que par­ti­ci­pa­ban: Juan Gar­cía Hor­te­lano (por Tor­men­ta de verano), Dacia Marai­ni (ETA del males­se­re), Jor­ge Sem­prún (El gran via­je) y Gise­la Els­ner (The Night­clerk).

En este siglo, des­de 2011, el For­men­tor ha bus­ca­do recu­pe­rar el ambien­te cul­tu­ral y van­guar­dis­ta y el pres­ti­gio a tra­vés de la dis­tin­ción a una serie de auto­res por su obra. Los gana­do­res del pre­mio han sido:

2011 Car­los Fuen­tes. 2012 Juan Goy­ti­so­lo. 2013 Javier Marías. 2014 Enri­que Vila-Matas. 2015 Ricar­do Piglia. 2016 Rober­to Calas­so. 2017 Alber­to Man­guel. 2018 Mir­cea Car­ta­res­cu. 2019 Annie Ernaux. 2020 Cees Noo­te­boom.

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