
Camino de La Drova a través de las circunvalaciones de Gandía y la Marxuquera, en las estribaciones de la sierra de Mondúver, subimos unas montañas rocosas que ofrecen un paisaje imponente; por momentos prealpino. Estamos en un escenario que se sale del canon valenciano, pero aquí, más arriba, cuando subimos el pequeño puerto de La Drova, llegamos a la cueva del Parpalló, un lugar muy significado, pues en esta parte del mundo se descubrió el primer yacimiento humano habitado de todo el Levante mediterráneo. Aquí vivieron los primeros homínidos en suelo valenciano.

Parpalló está declarada patrimonio de la Humanidad por la Unesco, y en su gran abrigo montañoso excavaron arqueólogos de renombre como Luis Pericot, Eduardo Boscá o el abad francés Henry Breuil. Los hallazgos han dado pie a una de las mejores colecciones de restos paleolíticos de Europa, fundamento del Museo de Prehistoria de la Diputación de Valencia que lideró Domingo Fletcher.
Hoy en día, La Drova es un lugar de veraneo de montaña, con infinidad de casitas y chalets de los años 60 y 70 sobre todo. La calle principal, que es la misma carretera, lleva el nombre de Pericot, y justo a mitad de su recorrido encontramos el Bar Parpalló, en realidad una modesta casa de comidas adaptada desde hace muchos años a los tiempos y necesidades de los veraneantes de la zona.


Hemos venido varias veces a comer al Parpalló de La Drova, aunque ahora hacía un tiempo que no nos acercábamos. Tampoco pasaría nada porque en este bar tienen a gala hacer siempre lo mismo y con idéntico y encomiable buen resultado. Su propietaria, Julia Donet, que es también profesora, ha reformado el local pero mantiene su esencia tradicional y entrañable. Ójala hubiera muchas casas como esta para resarcirnos los valencianos de tanto desprecio por la cocina doméstica. Ahora, en sus paredes luce un poema dedicado de Josep Piera, el escritor gandiense, a quien la Generalitat acaba de distinguir con su medalla cultural. Piera siempre recibe a sus visitas en el Parpalló y siempre pide paella, un plato que venera y del que ha escrito un buen ensayo, posiblemente el mejor que se ha publicado al respecto: El llibre daurat: La història de la paella com no s’ha contat mai, Pòrtic, 2018.
LA PAELLA DEL PARPALLÓ
La paella del Parpalló quizás podría ser mejor, pero nunca falla. Y no es fácil, venir aquí, pedir el plato valenciano por excelencia, que requiere su lenta elaboración y reposo, y que en un tiempo razonable puedas comer un arroz de puntuación notable. Es una paella típica de esta comarca, a la que llaman paella valenciana, faltaría más, pues aquí, en la Safor, tanto en la costa como en su interior montañés, se habla un valenciano fluido, cercano a lo musical, como no ocurre en el área de l’Horta.
Es una paella de pollo y conejo bien troceados y sofritos, con sus mollejas e hígados para dar más profundidad de sabor. Y se le añaden pelotas de magro (pilotes de magre amb julivert, pinyons i un lleuger toc de canella… deliciosas), que los comensales, y en especial los niños, acaban persiguiendo por el caldero. Lleva también el imprescindible garrofón, judías verdes en abundancia (quizás excesiva) y alguna que otra alcachofa. Ni romero, ni caracoles, ni tabella ni rotjet.

Las judías resultan un punto insípidas, tal vez porque están cocidas y congeladas de días anteriores al objeto de facilitar un servicio rápido. Por lo demás, el arroz, redondo sénia, resulta sabroso, con un punto de socarraet, aunque ligeramente abierto en la cocción. Un poco menos de arroz en el caldero, un minuto menos de fuego y algo más de sabor y menos cantidad de judías verdes llevarían esta paella hacia el sobresaliente.

No olvidemos, sin embargo, que estamos en un bar popular, donde se puede comer y beber relativamente bien por unos 20–25 euros, y que la tendencia de Julia Donet y sus cocineros es a guisar en abundancia, de ahí que las raciones de la paella sean más copiosas de lo habitual. Hay Estrella Galicia y Mahou muy frías, lo que es bastante.
Como quiera que andábamos de expedición culinaria más allá del comer, pedimos un segundo arroz, una paella de cuaresma, de bacalao con coliflor. Excelente. Algo sentideta y ligeramente melosa fruto del colágeno que suelta el bacalao y los azufres de la coliflor. Dos minutos menos de cocción y estaríamos ante un arroz sublime que, a un servidor, le trae recuerdos caseros imborrables de naturaleza proustiana, cuando en Semana Santa esa era una de las comidas predilectas en familia.

Antes de las paellas, nos servirán unas ensaladas rebosantes pero que no aportan ningún entusiasmo culinario, todo lo contrario que las soberbias empanadillas de pasta crujiente y pequeño formato que es necesario tomar de aperitivo antes de los arroces. Hay que pedirlas de sus tres rellenos: espinacas, guisantes y pisto, en especial este último, un guiso limpio y de sabores naturalísimos. En cuanto a la ensalada con tomate, maíz, cebolla, lombarda y otras hortalizas, más valdría servir unos buenos tomates en verano con un aceite picante y sal en escamas sin más (ni menos), o una buena lechuga con cebolla dulce y vinagreta a la vasca que la desaliñada y colorista ensalà que Julia tiene a bien encomendar a todos sus clientes.

No hay que olvidar lo que hemos venido indicando. Que no estamos en un restaurante propiamente dicho, sino en un bar que ofrece como dignísima casa de comidas unas paellas valencianas de notable nivel, y lo lleva haciendo treinta y tantos años, sin errores ni erráticos experimentos. Y que aquí, como ocurre en todo el territorio al sur del Júcar, la Xucaria que coincide con esa tecnocrática definición de las comarcas centrales, la paella, tan valenciana como la que más, lleva pilotes… como la que cocina en familia Ricard Camarena, nacido muy cerca, al lado, en Barx, la localidad de la que depende La Drova. Y un pelín más al sur, las paellas también llevan pimiento, entreverado e incluso rojo dulzón. Vamos allá.
EL RECUERDO DEL CALERO
Lo que es un desastre en la Safor son sus carreteras. Para coger la transversal hacia el interior, al valle del Albaida, hay que recorrer tres o cuatro pueblos y lidiar con media docena de rotondas. Antes había un viejo camino a Gandía desde Onteniente, pero ahora no hay manera de enlazar una autopista vertical con una autovía horizontal para comunicar la Safor con el resto de la Comunidad hacia el interior. Tampoco hay ferrocarril todavía que siga desde Gandía a Denia. No hay manera de entretejer el territorio de los valencianos.
Vamos rumbo a Albaida, la ciudad del pintor Segrelles –cuya estrambótica casa-museo vale la pena visitar–, los hermanos Garí y los marqueses de Albaida, los Milá i Aragó, cuyo castillo-palacio ha sido rehabilitado por fin, y en cuyo interior hay un magnífico museo de marionetas, creado por el grupo Bambalina. En Albaida, hace años, un exnovillero de la localidad, Calero, quiso hacer un restaurante a lo grande en un magnífico caserón de la plaza mayor.

Calero rescató la cocina popular de esta comarca, sencilla pero auténtica, como todo recetario de raíces verdaderas. Calero recuperó la textura crujiente de unas croquetas de bacalao con piñones y canela, el herbero de la sierra de Mariola o la paella valenciana con pelotas, a la que daba un toque secreto. El restaurante a lo grande no terminó de cuajar y se replegó a un local más pequeño y cómodo en la vecina calle de San Juan. Cuando se estaba reinventando como hostelero le sobrevino la enfermedad que le venció.



Su hija Esther, una joven con carácter, no se ha dejado amilanar y se ha puesto al frente del nuevo Calero. Su madre le echa una mano y conserva al equipo que ayudaba a su padre en la cocina. Sus paellas resultan memorables. La valenciana lleva pelotas, claro está, y pimiento rojo. Más las carnes y verduras habituales, así como un grano suelto del tipo bomba pero con un sabor sorprendente. Indagamos. Les pilotes llevan sangre y toman una coloración más oscura de lo habitual. El arroz ha sido aromatizado por una mezcla saboreante creada por el viejo matador: una combinación de pimentón dulce, azafrán, colorante, romero y pebrella, la hierba mágica con la que en esta zona se sazona el embutido y le confiere un sabor anisado característico.

Junto a la paella “valenciana con pilotes” Esther nos presenta la paella de invierno, casi negra. Lleva las carnes y verduras habituales además de una buena cantidad de alcachofas que se han dejado oxidar –nada de limón ni perejil para blanquearlas– y unos pocos robellones. Dentro de unas semanas también le añadirán habas. Su color es verde oscuro intenso. El mismo arroz que comíamos en Xàtiva cuando llegaba el frío y la huerta local se inundaba de alcachofas, pencas y habas.

Terminamos con un flan casero espléndido y un chupito de las hierbas maceradas de Mariola. Todo por menos de 30 euros.
En la sobremesa, el grupo de amigos que hemos viajado por las tierras de la paella con pilotes llegamos a una solución de consenso: llamar “paella valenciana de la huerta” al arroz de la defensa ortodoxa de Valencia, donde solo se admite el romero y los caracoles (dos elementos que saborizan de idéntica manera, por eso en el Rioja o ponen un ingrediente o el otro, pero no los dos juntos); y denominar “paella valenciana con pelotas” al arroz que se cocina al sur del río Júcar.
BAR PARPALLÓ. Avinguda Lluís Pericot 50. La Drova (Barx). Tel 962 807 229. Cierra martes y miércoles, y todas las noches.
EL CALERO. Carrer de Sant Joan 6. Albaida. Tel 962 901 021. Cierra el domingo y las noches de lunes a jueves.
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