El Proust de Manhattan se descara

Woody Allen posa jun­to a su escul­tu­ra de tama­ño natu­ral en Ovie­do, una ciu­dad que con­si­de­ra un paraí­so gra­cias a su cli­ma llu­vio­so, dado que el cineas­ta no sopor­ta el calor.

La esté­ti­ca grá­fi­ca de Woody Allen es impe­re­ce­de­ra en su sobrie­dad. Less is more. Fon­do oscu­ro, negro, y letras sen­ci­llas y cla­ras, blan­cas. Sin más. Así empie­zan y con­clu­yen todas sus pelí­cu­las des­de que tuvo el sufi­cien­te éxi­to para ante­po­ner su esti­lo a los deseos comer­cia­les de las pro­duc­to­ras. Así es, tam­bién, la por­ta­da de su espe­ra­da auto­bio­gra­fía: negro abso­lu­to has­ta en las sola­pas y tipo­gra­fía blan­ca que reza: A pro­pó­si­to de nada. Woody Allen. Auto­bio­gra­fía. Lo publi­ca fru­gal­men­te Alian­za Edi­to­rial, que se ha per­mi­ti­do el úni­co lujo de dar­le tex­tu­ra a las letras para un tac­to más sen­sual. Con razón ya dijo en cier­ta oca­sión el pro­pio Allen que, si algún día tuvie­ra que reen­car­nar­se, le encan­ta­ría hacer­lo en las yemas de los dedos de Warren Beatty, quien supo­nía que ha mano­sea­do a las muje­res más bellas del siglo XX: Isa­bel Adja­ni, Les­lie Caron, Julie Chris­tie, Madon­na o Annet­te Bening entre otras muchas que se sepa de modo ofi­cial más los rumo­res de sus flirts con Jean Fon­da, Bri­git­te Bar­dot, Jean Seberg, Faye Duna­way, Nata­lie Wood, Darryl Han­nah o la mis­mí­si­ma alle­nia­na Dia­ne Kea­ton y has­ta con madu­ras irre­sis­ti­bles como María Callas, Vivien Leigh, Cher o Joan Collins. Sen­ci­lla­men­te imba­ti­ble. Otras memo­rias memo­ra­bles e inco­rrec­tas si algún día se atre­ve el her­mano menor de Shir­ley MacLai­ne.

Pero vol­va­mos a Woody Allen. Su libro tie­ne 439 pági­nas, que ya son, pero nada se insi­núa sobre el can­den­te tema de Mia Farrow y las acu­sa­cio­nes de aco­so sexual que esta lan­zó sobre su expa­re­ja has­ta que alcan­za­mos la pági­na 219. En ese paso inter­me­dio de la auto­bio­gra­fía solo se dice que habla­re­mos del asun­to más tar­de, pero el autor espe­ra que “esa no haya sido la razón para haber com­pra­do el libro”. Un avi­so para nave­gan­tes coti­llas y mor­bo­sos. No obs­tan­te, lle­ga­do el momen­to, unas 40 pági­nas más ade­lan­te, Allen reto­ma el vidrio­so con­flic­to y ya no lo deja has­ta el final. Ape­nas apor­ta nada que ya no se sepa o apa­rez­ca en la Wiki­pe­dia, inclu­yen­do sus impre­sio­nes per­so­na­les sobre los per­so­na­jes famo­sos que se han posi­cio­na­do a su favor o en con­tra. Pero el rela­to de ese melo­dra­ma, en su con­jun­to, resul­ta vero­sí­mil y cohe­ren­te por par­te del guio­nis­ta de Sue­ños de seduc­tor (Play it Again, Sam), la pelí­cu­la que le con­sa­gró a pesar de haber sido diri­gi­da por otro, el rea­li­za­dor de ofi­cio Her­bert Ross.

¿Qué quie­ren que les diga? Si en para­le­lo a la lec­tu­ra de este libro uno visio­na su últi­ma pelí­cu­la, sin dis­tri­bui­dor toda­vía para Esta­dos Uni­dos por la tor­pe­za del boi­cot por par­te de Ama­zon Stu­dio, y que ha teni­do que emi­tir­se por tele­vi­sión como con­se­cuen­cia de la pan­de­mia, uno no pue­de sino dar­le la razón al direc­tor: Día de llu­via en Nue­va York es una evi­den­te pie­za de ras­gos auto­bio­grá­fi­cos –como bue­na par­te de la exten­sa obra de Allen–, en la que un joven uni­ver­si­ta­rio, mitad Woody, mitad el per­so­na­je ado­les­cen­te de Salin­ger, se liga a una sexy y deca­den­te rica neo­yor­qui­na mien­tras cita nada menos que a Denis de Rou­ge­mont –El amor y Occi­den­te– y a Orte­ga y Gas­set –Estu­dios sobre el amor–. Resul­ta obvio que nin­guno de los dos acto­res pro­ta­go­nis­tas, el imber­be Timothée Cha­la­met y la can­tan­te infan­til Sele­na Gómez, han leí­do a estos auto­res ni les sona­rían de nada, amén de haber teni­do la for­tu­na de que les esco­gie­ran para estos fan­tás­ti­cos pape­les. A pesar de lo cual, han nega­do a Woody Allen, y renun­cia­do a sus suel­dos para pare­cer polí­ti­ca­men­te correc­tos y no sufrir el des­pre­cio del mun­di­llo anal­fa­be­to del cine ame­ri­cano. Lamen­ta­ble. Con razón expli­ca Allen en el libro que en sus pelí­cu­las no se paga el caché de las estre­llas sino el míni­mo que el sin­di­ca­to de acto­res ha esti­pu­la­do. Una cifra de risa y fácil­men­te dona­ble por una juve­nil estre­lli­ta del cine como es el caso.

Allen diri­ge a Cha­la­met y Sele­na Gómez.

Empe­ce­mos aho­ra por el prin­ci­pio tal como man­dan los cáno­nes. Woody Allen ha escri­to un libro ameno, inte­li­gen­te y diver­ti­do. Obvia­men­te, a uno le debe inte­re­sar ese uni­ver­so neu­ró­ti­co neo­yor­quino y el humor de raí­ces judías para pala­dear su bio­gra­fía y su esti­lo, direc­to, sin­co­pa­do, casi jaz­zís­ti­co y extre­ma­da­men­te intros­pec­ti­vo. Allen se esfuer­za por pare­cer un per­so­na­je sin cul­tu­ra, pero no es así. Los des­te­llos de sus lec­tu­ras, las ense­ñan­zas de los gran­des pen­sa­do­res y los mejo­res narra­do­res de la cul­tu­ra con­tem­po­rá­nea sal­pi­can el tex­to por más que lo hagan entre risas y chan­zas o liqui­de una lis­ta de lite­ra­tos como si batea­ra en un par­ti­do de béis­bol: pre­fie­re a Heming­way antes que a Henry James, al Stendhal de Rojo y Negro, a Dos­toievsky, Camus o La mon­ta­ña mági­ca de Tho­mas Mann, pero no aguan­ta a Faulk­ner, Kaf­ka, Eliot o Scott Fitz­ge­rald… 

Una voz inte­rior en pri­me­ra per­so­na reco­rre su pro­pia vida a lo lar­go del libro, de modo muy simi­lar a lo que ocu­rre en la mayor par­te de sus 50 pelí­cu­las con su narra­dor en off y esa voz tan pecu­liar que tie­ne su dobla­je espa­ñol –de un cata­lán, Joan Pera–, idio­ma que, por cier­to, tra­tó de apren­der en la escue­la pri­ma­ria. Ade­más de pro­lí­fi­co, Allen es, pues, fiel a su esti­lo, a la mane­ra de obser­var el mun­do, dete­nién­do­se en peque­ñas pero níti­das des­crip­cio­nes, des­nu­dan­do la vida coti­dia­na o ponien­do el foco en nimie­da­des que escon­den pro­fun­das e ines­pe­ra­das con­se­cuen­cias. Lle­va cer­ca de medio siglo psi­co­ana­li­zán­do­se, así que no es extra­ño que su for­ma de mirar sea la que des­ve­la­ra para la lite­ra­tu­ra Mar­cel Proust y que cam­bió el mun­do inte­rior para siem­pre y del que Woody Allen es uno de sus muchos y más afi­na­dos here­de­ros.

Su his­to­ria per­so­nal empie­za en Brooklyn, en el seno de una fami­lia de cla­se media judía, una de tan­tas de esa ciu­dad tam­bién cono­ci­da como Jewish­york que man­tie­nen algu­nas de las tra­di­cio­nes fes­ti­vas y socia­les hebreas pero que deam­bu­lan ya en un pro­ce­so impa­ra­ble de desa­cra­li­za­ción de sus creen­cias mís­ti­cas. En ese trán­si­to de la reli­gio­si­dad al lai­cis­mo judío vie­ne al mun­do el 30 de noviem­bre de 1935 –sagi­ta­rio, como un ser­vi­dor– Allan Ste­wart Konisg­berg, así lla­ma­do al igual que la ciu­dad bál­ti­ca don­de vivió Kant, y con los mis­mos ape­lli­dos de su pro­duc­to­ra, que es su her­ma­na. Tene­mos, pues, 84 años. Sus padres le crían con cari­ño y aten­cio­nes, pero su pro­ge­ni­tor es un bus­ca­vi­das de la épo­ca que igual tra­ba­ja de cama­re­ro en un club noc­turno que hace tra­ba­ji­tos para gáns­te­res de baja esto­fa y mucho gas­to en apues­tas. Allan es un niño des­pier­to, con pre­gun­tas meta­fí­si­cas muy pre­ma­tu­ras, y que según su pro­pio rela­to ni era diver­ti­do ni enclen­que. 

Des­de su más tier­na infan­cia dice tener habi­li­da­des para el béis­bol aun­que lo que real­men­te le gus­ta ver es el balon­ces­to al tiem­po que mues­tra un don para apro­piar­se “de citas toma­das de fuen­tes eru­di­tas”. Nada de inte­lec­tual. Empe­zó a leer para no hacer el ridícu­lo con las chi­cas pijas de Manhat­tan a las que que­ría ligar, esas chi­cas con zapa­tos pla­nos, ves­ti­dos negros, con ape­nas un peque­ño pen­dien­te de pla­ta como úni­co orna­to y que se comían las uñas pero cita­ban a este y aquel por el camino de Swann. Para Konisg­berg lo impor­tan­te era la músi­ca, la más popu­lar en su épo­ca infan­til, de Cole Por­ter a Gersh­win o Benny Good­man, que no mucho des­pués amplia­ría al esti­lo dixie del jazz de New Orleans al que ya sería fiel por siem­pre. Poco clá­si­co, por más que haya lle­ga­do, inclu­so, a diri­gir una ópe­ra cómi­ca de Puc­ci­ni en La Sca­la de Milán. 

Woody y Soon con el per­so­nal de Ca l’I­si­dre, el res­tau­ran­te que fas­ci­nó a la pare­ja duran­te el roda­je en Bar­ce­lo­na de su pelí­cu­la Vicky Cris­ti­na.

No es un buen estu­dian­te ni ter­mi­na en la uni­ver­si­dad. Quie­re ser músi­co de vien­to emu­lan­do a Sid­ney Bechet, beis­bo­lis­ta, mago, juga­dor de póker, detec­ti­ve e inclu­so coci­ne­ro, pero ter­mi­na ganan­do unos cuan­tos dóla­res escri­bien­do chis­tes. Y tie­ne suer­te en esta face­ta. Muy pron­to le publi­can en algu­na de las colum­nas famo­sas de la pren­sa de esos días pos­te­rio­res a la gue­rra, cuan­do el mun­do ha empe­za­do a ser opti­mis­ta y no hay espa­cio para más tra­ge­dias. Dado que cuan­do nació ya “era para­noi­co”, esa inte­rio­ri­dad angus­tio­sa le con­fi­rió carác­ter y sen­ti­do de la incre­du­li­dad, el paso pre­vio a la iro­nía, la úni­ca for­ma inte­li­gen­te de sobre­vi­vir al absur­do de la exis­ten­cia. Allan se cam­bió de nom­bre artís­ti­co por pre­sio­nes de sus agen­tes e ini­cia una inten­sa carre­ra en el mun­do de las varie­da­des y los maga­zi­nes neo­yor­qui­nos mien­tras se lle­va a sus novias al cine, como hici­mos todos, un pro­gra­ma doble tras otro, aun­que tam­bién oía muchí­si­ma radio y solía gas­tar sus dóla­res en fes­ti­nes gas­tro­nó­mi­cos como comer alme­jas en McGinni’s o en tim­bas de car­tas, gra­cias a cuyas ganan­cias empe­zó a com­prar arte: un dibu­jo de Kokosch­ka, una acua­re­la de Emil Nol­de…

Le fas­ci­na­ba Bob Hope, con quien aca­bó tra­ba­jan­do, y tam­bién Grou­cho Marx y Cha­plin –más que Bus­ter Kea­ton, con­fie­sa–. Pero en esa épo­ca, antes de los 20, empie­za a escri­bir por encar­go sin parar –en una máqui­na roba­da que le rega­la su padre. Escri­be sin des­ma­yo y le hace gra­cia a casi todo el mun­do. Empie­za a estar cla­ro que su futu­ro es ese, el de escri­tor cómi­co. Cua­tro­cien­tas pági­nas des­pués, Woody con­fe­sa­rá al tér­mino de la auto­bio­gra­fía que él, real­men­te, se sien­te escri­tor, pues aun­que haya ter­mi­na­do cineas­ta le intere­sa poco de ese mun­do de los encua­dres, la ilu­mi­na­ción y el tea­tri­llo con los acto­res. Lo suyo es crear his­to­rias, diá­lo­gos bri­llan­tes, mira­das lúci­das y escép­ti­cas de un loco mun­do del que casi sale tras­qui­la­do por la demen­cia que trans­pi­ra la indus­tria del cine, en espe­cial la de Cali­for­nia. Lee, escri­be, va al Madi­son Squa­re Gar­den y cena con ami­gos en Elaine’s.

Allen es radi­cal­men­te neo­yor­quino has­ta en sus gus­tos cine­ma­to­grá­fi­cos, pues le fas­ci­na­ban de niño las pelí­cu­las de té, amor y fan­ta­sía que se desa­rro­llan en los gran­des apar­ta­men­tos dúplex de Manhat­tan. De hecho, ter­mi­nó vivien­do en uno de ellos, fren­te a Cen­tral Park, don­de fue muy feliz a pesar de las gote­ras que pade­cía. Con­ver­ti­do ya en ciné­fi­lo empe­der­ni­do, sus gus­tos osci­lan entre los gran­des clá­si­cos de las tra­mas –Alfred Hitch­cock– o la angus­tia meta­fí­si­ca –Ing­mar Berg­man–, las come­dias inte­li­gen­tes –Lubitsch– y los musi­ca­les. No se ha reí­do con La fie­ra de mi niña ni Con fal­das y a lo loco. Y sien­do como es un cómi­co de éxi­to uni­ver­sal, su deseo interno siem­pre ha sido con­ver­tir­se en un gran dra­ma­tur­go, y no solo se des­nu­da ante ese deseo insa­tis­fe­cho, sino que se da cuen­ta de su esca­so talen­to para ello por más que a los diez años ya cita­ra a Freud en los tra­ba­jos esco­la­res.

El libro, cómo no, repa­sa su obra fíl­mi­ca aun­que no con mucho dete­ni­mien­to. En gene­ral Woody Allen tie­ne pala­bras elo­gio­sas para casi todos sus acto­res y sus direc­to­res de foto­gra­fía –ha tra­ba­ja­do con los mejo­res, inclu­yen­do al genial Vit­to­rio Sto­ra­ro en su últi­ma pelí­cu­la ya cita­da o al espa­ñol Javier Agui­rre­sa­ro­be–. Se detie­ne mucho más, en cam­bio, con sus matri­mo­nios y aven­tu­ras amo­ro­sas. Woody Allen es el pri­mer gran narra­dor de los sen­ti­mien­tos con­tem­po­rá­neos, cuya comi­ci­dad es fru­to, posi­ble­men­te, de su nece­si­dad de com­pe­tir en el mer­ca­do de la seduc­ción moder­na. Él ha mos­tra­do a las gene­ra­cio­nes del últi­mo ter­cio del siglo XX los con­flic­tos del sexo y el amor en un mun­do de libi­do enjau­la­da que se libe­ra­ba tras las con­vul­sio­nes juve­ni­les de los años 60 y 70, cons­tru­yen­do nue­vas for­mas de comu­ni­ca­ción y neu­ro­sis pos­bé­li­cas.

Dia­ne Kea­ton y Woody Allen en una esce­na de la pelí­cu­la que les con­sa­gró, Manhat­tan.

Cues­ta creer, por ello, que Woody Allen sea un aco­sa­dor sexual. Sen­ci­lla­men­te no resul­ta vero­sí­mil. Se casó joven­cí­si­mo, a los 20 años y ya impul­sa­do pro­fe­sio­nal­men­te, con una chi­qui­ta de 17 –Har­le­ne–, y fra­ca­só; lue­go se ena­mo­ró has­ta los tué­ta­nos de la gua­pí­si­ma Loui­se Las­ser que resul­tó ser mania­­co-depre­­si­­va; des­cu­brió y se metió en la cama de Dia­ne Kea­ton antes de hacer la serie de pelí­cu­las míti­cas que encum­bra­ron a ambos como leyen­das de la cul­tu­ra urba­na: Annie Hall y Manhat­tan… para ter­mi­nar explo­sio­nan­do con Mia Farrow –ocho años de pare­ja pero vivien­do cada uno en su pro­pia apar­ta­men­to– y casar­se en Vene­cia al modo más román­ti­co con una huér­fa­na corea­na, su hijas­tra Soon-Yi, con la que dice haber alcan­za­do la paz y con la que lle­va vein­te años de matri­mo­nio y dos hijas adop­ta­das que ya están en edad uni­ver­si­ta­ria. Soon-Yi, a pun­to de cum­plir los 50.

Todo lo demás es mor­bo dis­pa­ra­ta­do. Una loca cario­ca, absor­ta por la influen­cia de Frank Sina­tra y las secue­las de Polans­ki, digo de Mia Farrow y esas pul­sio­nes de gran fami­lia nume­ro­sa que sufren las actri­ces inde­fen­sas pero ricas de Holly­wood. Y un mun­do hipó­cri­ta e inte­lec­tual­men­te pobrí­si­mo que se impo­ne en el uni­ver­so polí­ti­ca­men­te pro­gre y correc­to de los Esta­dos Uni­dos, el país más enfer­mo del pla­ne­ta por más que admi­ra­ble en tan­tos aspec­tos –de su pasa­do–. Woody Allen, el Proust actual de Manhat­tan entre otros.

A pro­pó­si­to de nada

La auto­bio­gra­fía de Woody Allen

Alian­za Edi­to­rial, 2020

440 pági­nas. 19,50 €

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