Uno de los prin­ci­pa­les efec­tos de la pan­de­mia de la Covid-19 se cen­tra en la polí­ti­ca. Y no por­que minis­tros y minis­tras, dipu­tados y dipu­tadas… de todo el arco ideo­ló­gi­co hayan pade­ci­do su con­ta­gio y sus deri­va­das cua­ren­te­nas, sino por la sen­sa­ción final de com­ple­ta incom­pe­ten­cia de sus pro­fe­sio­na­les para resul­tar creí­bles ante la ciu­da­da­nía.

Hace tiem­po que se per­ci­bía la polí­ti­ca bajo ese males­tar, pero la cri­sis sani­ta­ria la ha deja­do com­ple­ta­men­te al des­nu­do. No se tra­ta de una cas­ta en el acer­ta­do pero ya des­gas­ta­do con­cep­to del pri­mi­ti­vo Pode­mos. Los actua­les polí­ti­cos y sus orga­ni­za­cio­nes han deve­ni­do más bien en una espe­cie de sin­di­ca­tos de altos fun­cio­na­rios cuya prin­ci­pal razón de ser se cen­tra en el man­te­ni­mien­to de sus pues­tos de tra­ba­jo y sus corres­pon­dien­tes sala­rios que, a lo que pare­ce, no están dis­pues­tos a reba­jar­se ni siquie­ra en estos tiem­pos de tri­bu­la­ción gene­ral.

Y dado que en vez de solu­cio­nar pro­ble­mas, la sen­sa­ción final es que crean más con­flic­tos y con­tri­bu­yen a la difu­sión de un cli­ma gene­ral de fal­ta de enten­di­mien­to y coli­sión de intere­ses, la opi­nión públi­ca ha ter­mi­na­do por des­con­si­de­rar del todo a la polí­ti­ca y a sus acto­res. De tal suer­te que el pare­cer más gene­ral es el de que nos gobier­na un gru­po de medio­cres intere­sa­dos que no se hacen res­pe­tar.

Los sín­to­mas de estas per­cep­cio­nes apa­re­cen por todas par­tes. En inter­net, por ejem­plo, por las redes y los whatsapp’s, ocu­pa­dos en la trans­mi­sión de nume­ro­sas crí­ti­cas, chis­tes, gifs y toda suer­te de ocu­rren­cias que ponen a cal­do y humi­llan a nues­tros polí­ti­cos.

La radi­ca­li­dad de los dis­cur­sos es otro sín­to­ma de la fal­ta de res­pe­ta­bi­li­dad que ha alcan­za­do la polí­ti­ca, así como el uso y abu­so de la ideo­lo­gi­za­ción, no ya como ele­men­to de aná­li­sis de la reali­dad –que sería legí­ti­mo–, sino como mero recur­so dia­léc­ti­co para enhe­brar las opi­nio­nes crí­ti­cas. 

Bajo este cli­ma es com­pren­si­ble que muchos ciu­da­da­nos sigan enten­dien­do la polí­ti­ca demo­crá­ti­ca actual como una dispu­ta mani­quea entre los míos y los otros. Un enco­na­mien­to ya dema­sia­do ances­tral en nues­tro país de tris­tes ten­den­cias, del que no salen per­dien­do los polí­ti­cos sino el cli­ma social, que se nubla y depri­me ante la creen­cia de la per­vi­ven­cia cró­ni­ca del con­flic­to. Un cam­po per­fec­ta­men­te abo­na­do para el len­gua­je radi­cal, tan difun­di­do estos últi­mos años.

A fal­ta de épi­ca, ansio­sos todos los perio­dis­tas, y el públi­co en gene­ral, por encon­trar algo del ner­vio chur­chi­lliano en los dis­cur­sos a la nación en un momen­to de cri­sis galo­pan­te –de cuya pro­fun­di­dad toda­vía no se es cons­cien­te–, lo úni­co que reci­bi­mos los oyen­tes y lec­to­res son cifras caó­ti­cas y diver­gen­tes, repro­ches entre par­ti­dos y terri­to­rios, y una retó­ri­ca hue­ra que la mayor de las veces se fun­da­men­ta en el adje­ti­vo gra­tui­to des­ca­li­fi­can­te (por par­te de la opo­si­ción) o en la redun­dan­cia del tópi­co infor­ma­ti­vo (a tra­vés de esas lar­gas y tedio­sas rue­das de pren­sa guber­na­men­ta­les).

Muchos podrán decir que nues­tro país no es el úni­co que pade­ce ese des­cré­di­to de la polí­ti­ca, y cita­rán los ejem­plos de Donald Trumpy los jerar­cas chi­nos, de los reac­cio­na­rios paí­ses del Este de Euro­pa o de los caó­ti­cos grie­gos e ita­lia­nos, por no hablar del estram­bó­ti­co Boris John­son. Y es ver­dad, el pro­ble­ma ata­ñe en lo fun­da­men­tal a las demo­cra­cias occi­den­ta­les, cuyo libe­ra­lis­mo que­da en entre­di­cho y cuya fra­ter­ni­dad hace tiem­po que ha dado paso a una ano­mia social sin pre­ce­den­tes. 

No es que haya­mos entra­do en la fase de éxi­to cuya con­se­cuen­cia sea la fun­cio­na­ri­za­ción de la polí­ti­ca –el mejor esta­do de la demo­cra­cia es el abu­rri­mien­to par­la­men­ta­rio, se decía hace unos años–. Ni siquie­ra. Has­ta ese mode­lo, tan evi­den­te en la polí­ti­ca pan­eu­ro­pea, ha que­da­do en entre­di­cho con la pan­de­mia tras la demos­tra­ción de inso­li­da­ri­dad y per­ver­so nacio­na­lis­mo con la que los minis­tros cen­tro­euro­peos han reac­cio­na­do a la cri­sis de los paí­ses lati­nos.

Enten­de­mos como con­se­cuen­cia de todo ello que de no mediar pron­to las refor­mas nece­sa­rias para hacer más trans­pa­ren­te y creí­ble el sis­te­ma, no pasa­rá mucho tiem­po sin que sufra nue­vos emba­tes que le hagan entrar en la ines­ta­bi­li­dad con­ti­nua. Hay que recu­pe­rar, como me dice un buen ami­go agnós­ti­co, “la reli­gio­si­dad de la polí­ti­ca”, lo cual no tie­ne que ver con los aspec­tos divi­nos de la mis­ma, sino con su capa­ci­dad de tras­cen­den­cia, de recon­for­tar a las per­so­nas.

Al cie­rre de este artícu­lo, no obs­tan­te, resul­ta jus­to sub­ra­yar que algu­nos polí­ti­cos se sal­van de este des­cré­di­to viral. En pri­mer lugar, por­que nos ata­ñe, nues­tro pre­si­den­te de la Gene­ra­li­tat, Ximo Puig, cuyo iner­me gobierno es com­pen­sa­do por su acti­tud con­ci­lia­do­ra, su tono siem­pre huma­nís­ti­co e inclu­so la suge­ren­cia de vías inter­me­dias para la solu­ción de pro­ble­mas com­ple­jos. Con Puig ano­te­mos la bue­na pre­sen­cia y leal acti­tud del pre­si­den­te galle­go, Núñez Fei­joo, o la posi­ción equi­li­bra­da no exen­ta de crí­ti­ca –que nun­ca debe repri­mir­se–, del lehen­da­ka­ri Íñi­go Urku­llu, de la dipu­tada cana­ria Ana Ora­mas o de algún que otro alcal­de… Es decir, polí­ti­cos con posi­cio­nes polí­ti­cas dife­ren­tes pero con ten­den­cias a la cen­tra­li­dad y al pac­to entre dis­tin­tos, eso que aho­ra, más que nun­ca en tiem­po de cri­sis, recla­ma el Esta­do.

*Artícu­lo publi­ca­do en Leva­n­­te-EMV el pasa­do 19 de abril

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