Hubo un tiem­po en que la pla­za con más sole­ra de la ciu­dad olía a boñi­ga de caba­llo. A algún genio muni­ci­pal se le ocu­rrió poner un pues­to de alqui­ler de carros para turis­tas cuan­do en la ciu­dad toda­vía no los había. Aho­ra tene­mos turis­tas, pero, por for­tu­na, no los carri­co­ches que afea­ban el espa­cio.

 

La pla­za de la Rei­na sufría un dise­ño muy cutre que venía de los años 60, un jar­dín seco y un espa­cio que fun­cio­na­ba como un cir­cui­to para carre­ras de auto­bu­ses muni­ci­pa­les. Una feal­dad casi hecha a pos­tas oscu­re­cía el lugar. Hoy, esta pla­za se ha trans­for­ma­do en un espa­cio de diver­sión, de inter­cam­bio ciu­da­dano y empa­tía social, un lugar román­ti­co para novios por la noche y una feria para niños de día. Mas que una pla­za, los días de fies­ta, pare­ce un cir­co de varie­da­des a cie­lo abier­to.

La pla­za de la Rei­na, inmen­so espa­cio urbano en el cora­zón de la ciu­dad y bajo la pro­tec­ción del Mica­let y la cate­dral, se ha con­ver­ti­do en el lugar pre­fe­ri­do de la ciu­da­da­nía. Su dise­ño, en muchos deta­lles deja que desear: ban­cos de pie­dra incó­mo­dos y anti­es­té­ti­cos, ausen­cia de som­bra, y escul­tu­ras de per­so­na­jes des­co­no­ci­dos. ¿Quién es ese tío?, se pre­gun­ta todo el mun­do cuan­do con­tem­pla el ges­to cir­cen­se de Gus­ta­vino, el arqui­tec­to de Nue­va York. Un valen­ciano egre­gio que nació muy cer­ca de allí y que debió fas­ci­nar a los edi­les del momen­to.

La pla­za es hoy un mila­gro de espa­cio recu­pe­ra­do para el dis­fru­te de pai­sa­na­je y sobre todo turis­tas. Resul­ta casi increí­ble pen­sar las déca­das que los valen­cia­nos hemos pade­ci­do la fal­ta de encan­to de esa pla­za cuan­do, inva­di­da por coches y auto­bu­ses, impe­día expla­yar­se con las pers­pec­ti­vas que ofre­ce.

Esta entra­ña­ble pla­za his­tó­ri­ca, aho­ra sal­pi­ca­da de terra­zas espa­cio­sas y hela­de­rías al esti­lo ita­liano tuvo que sufrir en el pasa­do la humi­lla­ción de muchos desa­gui­sa­dos. Aca­so el más lla­ma­ti­vo fue el inau­di­to nego­cio de feas cale­sas de paseo con tiros de caba­llos famé­li­cos y carre­te­ros de aspec­to pati­bu­la­rio. Con ese insó­li­to nego­cio aque­lla pla­za que ya no exis­te olía a boñi­ga y ori­nes que for­ma­ban ino­cen­tes jacos que apes­ta­ban en un kilo­me­tro a la redon­da.

A algu­na men­te ilus­tra­da se le ocu­rrió com­pa­rar el Mica­let con La Giral­da y con­ver­tir la ciu­dad en la capi­tal sevi­lla­na. Esta pla­za tie­ne su his­to­ria, el comer­cio de cul­to Viu­da de Miquel Roca, tien­da de músi­ca y otros pro­duc­tos en la que se podía encon­trar las nove­da­des del rock de los 70 y cuyo her­mo­so edi­fi­cio que hace cha­flán será una tien­da de lujo. Tenía la tien­da unas cabi­nas en las que en los feli­ces tiem­pos del vini­lo uno se podía meter den­tro de varios gari­tos inso­no­ri­za­dos media doce­na de dis­cos y escu­char­los con su pla­to y agu­ja incor­po­ra­dos. Aho­ra, eso es pre­his­to­ria pese a que el vini­lo ha regre­sa­do para los colec­cio­nis­tas, pues dura mas que los CD. Esta pla­za tuvo otro suce­so cul­mi­nan­te el día que uno de sus edi­fi­cios ardió por los cua­tro cos­ta­dos de madru­ga­da. Recuer­do como toda la peña que aba­rro­ta­ba los gari­tos y pubs, eran los 70, los tiem­pos que emer­gía la noche valen­cia­na con todo su esplen­dor, se con­cen­tró en la pla­za para obser­var el espec­tácu­lo.

Así que la famo­sa pla­za de la Rei­na, que nadie lla­ma de Zara­go­za, era por enton­ces un lugar de paso. Se cru­za­ba depri­sa y corrien­do. Las cosas han cam­bia­do a mucho mejor. Si un día de verano como estos pasea uno por ella, la pla­za se ha con­ver­ti­do en un jar­dín babi­ló­ni­co a peque­ña esca­la. Los sal­tim­ban­quis tras­hu­man­tes hacen su agos­to con sus espec­tácu­los. Músi­cos, bai­la­ri­nes y can­tan­tes, paya­sos y muñe­cos vivien­tes, pia­nis­tas, coros y has­ta un tipo que se dis­fra­za de tore­ro y can­ta enlo­que­ci­do el “Que viva Espa­ña” con un fer­vor admi­ra­ble enar­bo­lan­do su capo­te para lue­go pasar la gorra.

Se han tar­da­do déca­das en com­pren­der que esa pla­za era un teso­ro para la diver­sión y rego­deo de los ciu­da­da­nos. Aho­ra ya nadie la cru­za con rapi­dez, niños y gran­des se que­dan horas vien­do pasar la varie­dad del mun­do. Por fin dis­fru­ta­mos de una pla­za que la ciu­dad se mere­cía hace mucho tiem­po. No se ha car­ga­do de mobi­lia­rio urbano el lugar pese a que cla­ma al cie­lo que se sigan dise­ñan­do ban­cos cir­cu­la­res de hor­mi­gón y se eche en fal­ta una fal­ta de fron­do­si­dad, prin­ci­pa­les defec­tos de este lugar divino. Pero, con todo, dis­po­ne­mos de una pla­za que hace tiem­po mere­cía­mos.

 

 

 

 

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