Sec­ción men­sual sobre refle­xio­nes de la vida dia­ria.

Escri­to­ra y publi­cis­ta. Ha publi­ca­do tres nove­las, escri­be pro­yec­tos para cine y ha diri­gi­do un cor­to­me­tra­je. Ade­más, es direc­to­ra de Upgra­de Mar­ke­ting Agency y del Más­ter de Mar­ke­ting Digi­tal de IEM.

La tre­men­da expre­sión “dar la vuel­ta al jamón” para refe­rir­se a la eta­pa de nues­tra vida que empie­za a par­tir de los 40 sue­na terri­ble. Y lo es. Por­que sí, la cara se cae, el cuer­po cam­bia, los hijos están inso­por­ta­bles en ple­na ado­les­cen­cia, y nues­tros padres se hacen mayo­res o empie­zan a fal­tar.

Pero, más allá de este dra­món, hay un lado mara­vi­llo­so en cum­plir años.

Al otro lado del jamón pue­des hacer pla­nes pro­pios sin ren­dir cuen­tas a nadie, pue­des des­cu­brir el pla­cer de que te impor­te todo un poco menos y, lo que es mejor: la liber­tad de dejar de demos­trar cosas a nadie. Se aca­bó el tra­tar de agra­dar a todo el mun­do. Se aca­bó el matar­te por alcan­zar tu cima pro­fe­sio­nal —a estas altu­ras, o ya la has alcan­za­do, o ya no es tu prio­ri­dad—. Se aca­ba­ron los fines de sema­na lle­nos de com­pro­mi­sos socia­les que has acep­ta­do por­que tie­nes FOMO —fear of mis­sing out (o sea, que te fas­ti­die que los demás estén pasán­do­se­lo bien sin ti) —.

Hoy lo admi­to sin pudor: he pasa­do del FOMO al JOMO joy of mis­sing out—. Sí, gen­te, me decla­ro una fir­me defen­so­ra del pla­cer de no estar, de no salir, de no ir. De que me la tru­fe lo que hagan los demás y de per­der­me cosas sim­ple­men­te por­que me da pere­ci­ta.

Sal­go a cenar con ami­gos, pero en cuan­to dan las doce hago bom­ba de humo y des­apa­rez­co cual Ceni­cien­ta. He cam­bia­do las fies­tas por las fies­tas de pija­mas, los pubs por mi mulli­di­to edre­dón, y los afters por after­sun. A los gru­pos de WhatsApp con más de cin­co per­so­nas les doy mute pre­ven­ti­vo —y si empie­zan con audios, aban­dono el chat como si fue­ra una sec­ta—. Net­wor­king solo hago si hay cro­que­tas. Y aun así, depen­de de la cro­que­ta.

De hecho, mi mejor plan es que se can­ce­le un plan.

¿Pasar un fin­de ente­ro en una casa rural con ocho adul­tos y sus anéc­do­tas del padd­le? Sin­ce­ra­men­te, pre­fie­ro que­dar­me ence­rra­da en un ascen­sor con un acor­deo­nis­ta. ¿Reu­nión de anti­guos alum­nos para “poner­nos al día”? Si no he que­da­do con esta gen­te en 20 años, por algo será. ¿Una boda con invi­ta­dos que no cono­ces o que te dan pere­za? Pre­fie­ro que­dar­me en casa cla­si­fi­can­do tup­pers por tapas com­pa­ti­bles. ¿Bar­ba­coa fami­liar con tu cuña­do DJ? Si se can­ce­la, pon­go una vela a San Loren­zo y me hago vega­na en su honor.

Así que, si estás ahí al bor­de de dar la vuel­ta al jamón, ¡no te preo­cu­pes! Lo mejor está al otro lado. Aquí des­cu­bri­rás que hacer­se mayor no es per­der cosas, es ganar­las: ganar paz men­tal, ganar tiem­po para ti y ganar la mara­vi­llo­sa capa­ci­dad de man­dar a paseo lo que no te apor­ta.

Y, ami­ga, no sabes lo a gus­to que se vive aquí

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