El Instituto Luis Vives de Valencia, ahora es un IES y ha hecho historia porque allí estalló la llamada Primavera Valenciana de 2012. Jovenzuelos pidiendo mejoras que tuvo sus frutos.
Construido a mitad del siglo XIX, allí estudió Blasco Ibáñez y también el que esto escribe. Recordar aquellos años del siglo pasado y a aquel cuerpo docente compuesto por viejos catedráticos y maestros represaliados es toda una experiencia.
Mis aventuras en el instituto de Enseñanza media Luis Vives dieron mucho de sí. Regresar a ellas es como repasar las páginas de una novela como Crónica del alba, del genial Sender o un capitulo galdosiano. El Vives es un centro de enseñanza muy viejo que sigue formando ahora a generaciones muy jóvenes pese a que ha perdido mucho el pedigrí que ostentaba antes. Alumnos de clase media, hijos de intelectuales republicanos, sobre todo de familias con pocos recursos, formaban la tropa de mil estudiantes de los años 1960.
Evocar el Vives del siglo XX es en mi caso saltar de la niñez de pantalones cortos a la adolescencia de los granos en la cara. La crónica pormenorizada y más veraz de una adolescencia en una España que andaba a trancas y barrancas y en la que la educación era lo menos importante. Antes de la masificación educativa que trajo el sentido común al país, la enseñanza no interesaba gran cosa así. El Luis Vives era el único Instituto de la ciudad, y solo para chicos. El de chicas, San Vicente Ferrer, ubicado en L, Eixample, se construyo en 1932 en la República y sigue igual que entonces. Avergonzado por su tardía restauración.
El Luis Vives es otra cosa. Tiene clase pues es un edificio decimonónico que cuesta olvidar porque además de ser construido en 1859 tuvo como alumnos a Blasco Ibáñez, Max Aub, Alejandra Soler y algunas de las figuras cimeras de la cultura valenciana entre dos siglos.
Recuerdo el primer día de clase en el centro cuando, equipado con una cartera de piel verde todavía sin libros, regalo de mis padres, me disponía con tan solo 10 años a entrar en el universo un tanto dantesco de la enseñanza media de mediados del siglo XX. Aquella mañana fría de octubre, matriculado en primero de aquel bachillerato, que ya no tiene nada que ver con el actual, mi frágil figura de niño solitario, pues nadie me acompaño en semejante trance, mi casa estaba muy cerca de allí, atine a barruntar lo que se nos venía encima a mi generación, los llamados hijos del franquismo. El primer acto, nada más entrar por el lateral de la calle San Pablo, fue una misa sacramental en la que unos curas con malas pulgas, comenzaron no tanto a elogiar las virtudes del saber sino los peligros del pecado a los que nos enfrentábamos por justamente eso: saber.
La primera sensación de la chiquillería fue la de amenaza. Cuando ahora picas en la red las señas de tan distinguido centro uno comprueba con satisfacción que aparece la famosa primavera valenciana como referente central del nuevo centro.
Hecho acontecido en el año 2012 y que fue la primera rebelión juvenil, mas acá de las antiguas luchas universitarias del siglo pasado. Pero el instituto que yo recuerdo no tiene nada de primaveral.
El edificio podría haber albergado a los estudiantes del siglo XIX, amigos de Blasco, pues poco había cambiado. Toda su decoración llamaba a salir corriendo pues había aulas antiquísimas, que eran hemiciclos con los pupitres en madera pringosa producto de décadas de sufrimientos docentes y aburrimiento perpetuo. Había dos aulas en la planta baja que eran como un coso taurino partido por la mitad. Los educandos se apiñaban en esas de esas aulas en forma de circo romano. Los proscritos y gamberros se les situaban en el gallinero del aula y desde allí arriba, se divisaba al maestro como si fuera una mosca pegada a una mesa de tortura. Y no exagero pues aquellos centros más atormentaban que otra cosa.
La enseñanza estaba concebida como algo que se aprende de memoria. Ya saben, recite a los reyes godos, o canten la tabla de multiplicar. Pero lo más notable de aquellos tiempos un tanto lúgubres en los que se hacían los deberes con lápices y libretas rayadas y los libros de texto eran los escritos por el catedrático de turno, era los mismos docentes. A veces, al recordar los diversos profesores que tuve en los siete años de bachiller me acuerdo de la película Freaks, de Tod Browning, una cinta sobre un circo con seres espantosos pero graciosos.
Numerosos profesores y profesoras, las menos, del Luis Vives del siglo XX constituían una sucesión de antiguallas de pintoresco aspecto. No puedo dejar de pensar con cierto cariño temeroso a aquel catedrático de inglés con monóculo pajarita, gorra de golf, pantalones bombachos y al que solo le faltaba una fusta, como salido de una novela de Jane Austen. El profesor de Literatura al que llamaban Verdurín era un señor que llegaba a clase, desplegaba el diario del día y se escondía tras sus páginas sin hacer caso alguno a la audiencia.
A la catedrática de griego, quizás la única existente en la enseñanza media de la ciudad, que aporreaba con furia su máquina de escribir con los caracteres ¡en griego!; o al profesor de dibujo, conocido por Lapicerín, que en lugar de enseñarnos dibujo artístico nos obligaba a manchar los cuadernos con el odioso dibujo lineal, como si todos los alumnos fuéramos a ser delineantes o arquitectos.
El instituto de inicio de los 60 aun mantenía la costumbre de formar cada mañana en el patio a todos el alumnado para izar las banderas, uno de ellas la falangista, y hacer cantar diversas salmodias patrióticas a la peña. El año que entré, fue el último en el que se obligaba a levantar el brazo. Nunca lo supimos pero bajo el patio de deportes del instituto se habilitó en la guerra un refugio contra los bombardeos. Hace unos años, la televisión convocó a algunos alumnos a que hablaran de aquellos tiempos y puso como decorado aquel refugio que se mantiene tal y cual fue construido. Eran unas galerías húmedas, como mazmorras, que parecían evocar el infierno al que uno se vería abocado si no sacaba buenas notas. Por fortuna las cosas han cambiado mucho en el viejo Luis Vives pero los que fuimos sus alumnos no podremos olvidar nunca la mezcla de escuela y reformatorio que fue el lugar. Seria muy larga la lista de eminencias que han salido bien formados de ese centro, pese a todo. Sin ir mas lejos mi colega José Luis Planas, actual ministro de Agricultura lo que no es poco.
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