En los años en que había pocas cosas con las que jugar ser niño podía ser muy abu­rri­do. Pero hay un niño en esta his­to­ria que des­ve­la como la ima­gi­na­ción pue­de alcan­zar cotas muy intere­san­tes y que no todo fue gris en tiem­pos de cares­tías. Los niños se hicie­ron inven­to­res de sus pro­pios jue­gos gra­cias a la ima­gi­na­ción que les pro­por­ciono el mila­gro del cine de rees­treno.

Todo ha cam­bia­do, nada es como antes, se ha hecho mayor, pero  el niño que fue sigue pal­pi­tan­do. Cuan­do no pue­de dor­mir, que es lo habi­tual, su cabe­za de adul­to zaran­dea­do por la vida via­ja lejos, a cuan­do era niño y recuer­da con ale­gría las aven­tu­ras de enton­ces.

En los tiem­pos en que poco había para jugar más que lo que uno se saca­ra del magín, este  niño hace un inven­ta­rio pre­ci­so de todos aque­llos los even­tos que colo­rea­ron los tedios de la infan­cia, cuan­do uno es un cero a la izquier­da y lo úni­co que se le pide es que se coma lo que le ponen en el pla­to y que vaya al cole­gio. Aquel lugar sinies­tro que era una vivien­da recon­ver­ti­da en escue­la para chi­cue­los de pri­ma­ria, nada que se pare­cie­ra a un cole­gio, tan solo aque­llos ban­cos mugrien­tos y las fotos de los pró­ce­res del país en la pared; sobre la cabe­za del pro­fe­sor o pro­fe­so­ra de turno, sali­da de un cuen­to de Stephen King, con su regle­ta con la que gol­pea­ba las pal­mas de las manos imber­bes. Y si uno se por­ta­ba mal se que­da­ba una hora más de cas­ti­go en la casa sinies­tra que hacía las veces de cole­gio y aque­llo era un recuer­do del dolor, de  sole­dad, de la mala suer­te de ser niño.

Y sin embar­go todo se arre­gla­ba fue­ra de las pare­des opre­si­vas del cole­gio y de la casa fami­liar don­de había que cenar los odio­sos callos con pata­tas o el híga­do fri­to.

La calle era enton­ces la liber­tad abso­lu­ta para encon­trar­se con toda la  cha­va­le­ría tras el supli­cio docen­te. El niño se con­ver­tía en per­so­na y comen­za­ba a vivir. El niño que ya es adul­to ensue­ña en su cama de vie­jo, con la man­ta has­ta la bar­bi­lla, todo aquel uni­ver­so que pare­ce tan lejano como un cuen­to medie­val. Lo que hace esta his­to­ria dife­ren­te es que este niño tenía ima­gi­na­ción, eso sí, y sus her­ma­nos, cuan­do ya se habían apa­ga­do todas las luces de la ciu­dad y los padres les daban el últi­mo beso des­pués de arro­par­los, enton­ces sus her­ma­nos le pedían “jugar a la radio”. Y el niño se con­ver­tía en radio. El tótem sagra­do que tenían todas las fami­lias en aque­llos tiem­pos en que la tele­vi­sión solo se veía en las pelí­cu­las ame­ri­ca­nas. Con la voz impos­ta­da el cha­val comen­za­ba: “Seño­ras y seño­res, esta noche, pre­sen­ta­mos el pro­gra­ma, el jine­te loco de la pra­de­ra con el caba­llo de mil patas”. Y el niño se ponía a inven­tar lo que se le pasa­ba por la cabe­za en aquel momen­to.

La oscu­ri­dad de la habi­ta­ción per­mi­tía ima­gi­nar pra­de­ras del oes­te o cas­ti­llos medie­va­les, y la músi­ca. Tam­bién hacía la músi­ca para crear ten­sión.  Y así, el cine con­ti­nua­ba el res­to de días por­que el niño, que era un foro­fo de las his­to­rias inven­ta­das, fabri­ca­ba un cine en la por­te­ría de su casa.

Así de sen­ci­llo. En plan pelí­cu­la de Ber­lan­ga. Con una caja de zapa­tos vacía y un rollo de papel que le cogían a su padre que era fun­cio­na­rio, el cha­val se ima­gi­na­ba un guión, lo dibu­ja­ba en diver­sas viñe­tas y lue­go lo pasa­ba a su audien­cia en el bajo de la por­te­ría. El pro­yec­tor de aquel cine de car­tón con­sis­tía en algo ori­gi­nal de ver­dad. Recor­ta­ba un rec­tán­gu­lo en la base de la  caja que hacía las veces de pan­ta­lla, hacia dos hen­di­du­ras en sus extre­mos late­ra­les  y por ahí pasa­ba los royos de la pelí­cu­la que ilu­mi­na­ba con juna bom­bi­lla invi­si­ble.

Que­da demos­tra­do en esta his­to­ria que el niño era un artis­ta en cier­nes  pues el mis­mo dibu­ja­ba y colo­rea­ba a los vaque­ros, los caba­llos, los vam­pi­ros, las mon­ta­ñas, las don­ce­llas, los pira­tas mala­yos  de San­do­kan y toda la serie de per­so­na­jes que hicie­ron en aque­llos tiem­pos feli­ces a los niños sin tele­vi­sión ni palo­mi­tas de maíz en los mul­ti­ci­nes actua­les.

El hom­bre de esta his­to­rie­ta que se ha con­ver­ti­do en un niño ima­gi­na aho­ra en su cama la esce­na de un gru­po de rapa­ces sen­ta­dos en sillas de enea o el sue­lo, en una habi­ta­ción minús­cu­la jun­to a los con­ta­do­res de gas de la fin­ca, fren­te a una caja de car­tón, el mis­mo narra lo que está suce­dien­do mien­tras pasa los rollos dibu­ja­dos.

Era her­mo­so, diver­ti­do y ori­gi­nal, Tan­to como los per­so­na­jes de Ama­cord, la pelí­cu­la de Felli­ni que mejor retra­ta los ava­ta­res de la infan­cia. Y cuan­do no tenían nada mejor que hacer había otro jue­go calle­je­ro que con­sis­tía en “hacer el gam­be­rro”. Era el tiem­po de los tri­ci­clos, sus­ti­tu­tos de las fur­go­ne­tas moder­nas, apar­ca­dos en la ace­ra, que ellos incau­ta­ban para dar­se unas cuan­tas vuel­tas por la man­za­na, como si la vida fue­se una feria de atrac­cio­nes; o dedi­car­se a lla­mar en los por­te­ros auto­má­ti­cos y decir cua­tro cho­rra­das para salir por pier­nas.

Aque­llos niños no tenían nada y se lo inven­ta­ron todo. Las espa­das hechas con dos made­ras, los cas­ti­llos medie­va­les cons­trui­dos con la sille­ría de la casa. Gra­cias al cine se pudo crear un rico mun­do en la ima­gi­na­ción de aque­lla tro­pi­lla de inven­to­res con pan­ta­lo­nes cor­tos. Mira­do des­de ese pun­to de vis­ta la infan­cia no fue tan abu­rri­da como muchos la recuer­dan.  Lle­ga­dos a este pun­to, nues­tro niño vie­juno se duer­me feliz y trans­for­ma­do una vez más en el niño que fue.

 

 

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