Un escritor se dispone a callejear por los poblados marítimos, las hermosas playas que pintó Joaquín Sorolla, el magnífico chalet que se construyó nuestro escritor de referencia Vicente Blasco Ibáñez. Ambos amigos nunca sospecharon que algunas zonas de este pequeño paraíso valenciano se transformarían en guetos de pobreza debido al abandono. 

En una maña­na de domin­go un gru­po de hom­bres tra­ba­ja en la calle repa­ran­do auto­mó­vi­les bajo el sol. No hay talle­res. Son mecá­ni­cos sin tra­ba­jo, padres de fami­lia, que cobran menos por las repa­ra­cio­nes y muchos clien­tes se apro­ve­chan de la gan­ga. ¡Qué cora­je! ¡Las angus­tias de uno sir­ven para ali­viar­le la car­te­ra a otros! Muy cer­ca del taller al aire libre, un gru­po de niños jue­ga al fút­bol en un solar muni­ci­pal deja­do allí a la bue­na de Dios. Por las ven­ta­nas, las madres lan­zan gri­tos lar­gos y agu­dos, según su per­so­na­li­dad, para lla­mar a los críos. Es un tra­jín humano ale­ja­do de los habi­tua­les esce­na­rios de la ciu­dad. Un esce­na­rio de sola­res rese­cos a muy pocos pasos de la urbe urba­ni­za­da. Nos encon­tra­mos en el famo­so Clot, nom­bre de una barria­da de casas des­pa­re­ci­da y dete­rio­ra­da por el tiem­po y en la que solo per­vi­ve un inmen­so blo­que de vivien­das en el que habi­tan fami­lias de pocos recur­sos y que pron­to será derri­ba­do por el nue­vo dise­ño urbano del barrio.

En las noches de verano, algu­nas fami­lias, orga­ni­za­ran una torrá de cos­ti­llas de cer­do y embu­ti­do, en una bar­ba­coa impro­vi­sa­da, bajo las aca­cias del solar. Las fur­go­ne­tas, que sir­ven para tra­ba­jar, apar­ca­das estra­té­gi­ca­men­te, les pro­te­gen del aire. Can­ta­ran y a lo mejor alguien saca una gui­ta­rra, aun­que eso cada vez se ve menos. Y todos tan con­ten­tos, los abue­los y abue­las, los niños, los ado­les­cen­tes, los jóve­nes y los adul­tos; sin que nadie les moles­te. Este es un barrio pobre, y ade­más segre­ga­do, pero aquí hay armo­nía, mucha juven­tud y mucha vida. La mayo­ría de fami­lias se dedi­ca a la cha­ta­rra y otras a la ven­ta ambu­lan­te. Así lo han hecho siem­pre.

Lla­ma la aten­ción del pasean­te un colo­sal edi­fi­cio, un blo­que color cane­la cons­trui­do con ladri­llo vis­ta que se ele­va en medio de la nada, fren­te a la línea del hori­zon­te marino. Muy cer­ca del patri­mo­nio pro­te­gi­do como la Llot­ja de Pes­ca­dors o la Casa dels Bous, que se lla­ma así por­que aquí esta­ban las cua­dras de los mag­ní­fi­cos bue­yes que pin­tó Soro­lla y que arras­tra­ban las bar­ca­zas del pes­ca­do has­ta la pla­ya. Se con­ver­ti­rá en un museo marí­ti­mo. Que ya era hora. Jun­to a ellos lo que no se remo­za­rá serán Los Blo­ques Por­tua­rios en el Caban­yal. Varias fin­cas jun­tas, cons­trui­das en los cin­cuen­ta por los obre­ros tra­ba­ja­do­res del puer­to y que nun­ca tuvie­ron espa­cio en los pla­nes urba­nís­ti­cos pos­te­rio­res. En aquel año 1952 del siglo pasa­do los curran­tes for­ma­ron una coope­ra­ti­va y ele­va­ron sus vivien­das por­que sí. Esas cosas ya no se ven aho­ra. Ade­más, el edi­fi­cio colo­sal se alza en terre­nos cos­te­ros del Esta­do. Han pasa­do los años, los siglos, y tras mil ava­ta­res, estas vivien­das con­ti­núan lle­nas de vida. Ais­la­das del res­to del barrio por cam­pos de depor­te y una urba­ni­za­ción caó­ti­ca que por for­tu­na comien­za a mejo­re­ras, doce fin­cas uni­das con 168 vivien­das. A pocos metros del puer­to, del cru­do Paseo Marí­ti­mo, sin som­bras, y del hotel de cin­co estre­llas que aca­bó con Las Ter­mas. Los Blo­ques, siguen ahí, per­se­ve­ran­tes, desa­fian­do el dete­rio­ro del tiem­po. Sóli­dos como una roca; igual que sus gen­tes, que le dan carác­ter. Y a pesar de tener los días con­ta­dos por estar con­de­na­dos al derri­ba, la vida sigue bullen­do en su seno. Es un gue­to, pero un gue­to ale­gre, como for­man­do par­te de un surrea­lis­ta cuen­to kaf­kiano.

Barrio de El Clot en los años 50.

Un blo­que futu­ris­ta, una gran nave vara­da fren­te al Medi­te­rrá­neo, una ata­la­ya que se ele­va sobre las tejas del barrio mari­ne­ro, que se extien­de jus­to enfren­te, en su cara oes­te. Con fami­lias nume­ro­sas que cuel­gan la cola­da en los ten­de­de­ros de las ven­ta­nas, como en los barrios napo­li­ta­nos. Una arqui­tec­tu­ra de racio­na­lis­mo pro­le­ta­rio que recuer­da los anti­es­té­ti­cos edi­fi­cios sovié­ti­cos de la mis­ma épo­ca. Fun­cio­na­li­dad y aho­rro de espa­cio. Vivien­das como cajas de zapa­tos, pero con bue­nas ven­ta­nas y la ven­ti­la­ción natu­ral de la bri­sa de levan­te medi­te­rrá­nea.

Los blo­ques por­tua­rios sur­gie­ron como suce­so­res de El Clot, el legen­da­rio barrio de pes­ca­do­res, obre­ros y cha­ma­ri­le­ros, con sus barra­cas y sus casas teja­dos a dos aguas, como un pue­blo. El barrio caban­ya­le­ro más cer­cano a la pla­ya. A tra­vés de él pasa­ba la líneas de tren que venían de Valen­cia y no fue­ron pocos los acci­den­tes mor­ta­les por cul­pa de los fal­ta de pro­tec­ción entre la chi­qui­lle­ría que juga­ba en la calle.

Hoy en día, des­apa­re­ci­do el vie­jo barrio de casas y sue­lo de blo­ques de rodeno, alre­de­dor de las fin­cas apre­tu­ja­das del Bloc cam­pa el espí­ri­tu de aque­lla barria­da aban­do­na­da a su suer­te y siem­pre pobre, atra­ve­sa­da por las vías férreas que iban a la pla­ya.

Dije­ron que iban a des­truir el barrio para hacer una ave­ni­da y muchos veci­nos de los blo­ques, los por­tua­rios, asus­ta­dos, se fue­ron. Las casas que­da­ron aban­do­na­das a su suer­te. Unas ven­di­das al Ayun­ta­mien­to y otras alqui­la­das. Muchas vacías. Vinie­ron otros, más pobres aun, y algu­nos sin techo don­de cobi­jar­se y ocu­pa­ron las casas vacías. Las fin­cas del Clot se fue­ron lle­nan­do de nue­vo. En la actua­li­dad muchas se han echa­do a per­der, pero en otras siguen vivien­do los ancia­nos que vivie­ron tof­da la vida allí. Son pisos con un aire domés­ti­co, su mesa cami­lla, sus vie­jos sillo­nes, que man­tie­nen el aire vin­ta­ge de los años 50.

En el barrio de los Blo­ques, el anti­guo Clot, los niños son como pája­ros al atar­de­cer. Igual que esas ban­da­das de estor­ni­nos que se des­pla­zan en masa hacia el sur, huyen­do del invierno. Los niños y niñas que allí viven jue­gan al filo de las últi­mas luces como si en ello les fue­se la vida. Sus risas y gri­tos ale­gran la exis­ten­cia de un esce­na­rio un tan­to som­brío. Al igual que las ban­da­das de aves que rom­pen el añil del oca­so con sus alo­ca­das pirue­tas, los niños corren, se per­si­guen, sal­tan, gri­tan, arro­jan pie­dras, jue­gan al fút­bol, amon­to­nan tron­cos para hacer casas, pla­ni­fi­can jue­gos en una fies­ta espon­tá­nea que da gozo mirar. No hay dis­tin­gos de sexo.

Hace pocos años ha ocu­rri­do un peque­ño mila­gro, con las ayu­das de los fon­dos euro­peos el Ayun­ta­mien­to ha cons­trui­do un jar­dín de ver­dad don­de antes solo había solar y cemen­to. Un espa­cio ver­de y de jue­gos de dise­ño ejem­plar por su ima­gi­na­ción para hacer más lle­va­de­ra la vida coti­dia­na. Los niños de los blo­ques dis­fru­tan de una obra esplén­di­da­men­te con­ce­bi­da para el dis­fru­te de la ciu­da­da­nía. Su cui­da­do cés­ped, sus árbo­les, sus ban­cos, can­cha de tenis, sus colum­pios, tobo­ga­nes y has­ta una peque­ña pis­ta de scart, su rec­tán­gu­lo de are­na para jugar a la petan­ca, y unas mesi­tas dise­ña­das para jugar a las damas. Un lujo para un barrio que se ha con­ver­ti­do en un gue­to y que pron­to des­apa­re­ce­rá. Este jar­dín del Clot debe­ría ser ejem­plo de cómo hacer bien las cosas en cues­tión de espa­cios de ocio para la gen­te y sobre todo los niños. Los niños y niñas que son como los gorrio­nes y los ven­ce­jos del verano

Los más chi­cos apren­den de los mayo­res. Sus padres están al lími­te de ener­gías, ago­bia­dos por la incer­ti­dum­bre y la pobre­za, pero ellos son la sal de la tie­rra y cual­quie­ra diría que lo saben. Estos niños, que el obser­va­dor con­tem­pla des­de un bal­cón, no son como los demás. Per­te­ne­cen a fami­lias humil­des y viven en los subur­bios. Sus pai­sa­jes habi­tua­les, antes del mila­gro­so jar­dín cons­trui­do gra­cias a la ayu­da euro­pea, eran los des­cam­pa­dos cua­ja­dos de plás­ti­cos y enru­nas.

Tam­bién se sien­ten frus­tra­dos, por eso los más gam­be­rros se dedi­can a vaciar las bol­sas, ponien­do la calle hecha unos zorros. El Ayun­ta­mien­to lim­pia pun­tual­men­te todas las maña­nas las calles reple­tas de enru­nas. Es otro deta­lle curio­so de este gue­to olvi­da­do del Caban­yal. Las casas y las esca­le­ras en cre­cien­te dete­rio­ro pero las calles lim­pias como pate­nas, todos los días del año. Los cha­va­les y cha­va­las de Los Blo­ques, al estar en cier­ta mane­ra segre­ga­do el lugar, tie­nen la ven­ta­ja de la ausen­cia de coches que pon­gan en peli­gro su vida así que, a dife­ren­cia de los niños aco­mo­da­dos de la ciu­dad, dis­po­nen de más liber­tad de movi­mien­tos. Yash­mi­na, Glo­ria, Toni, Shei­ma, Edu, Alba, Sara, Sonia, Adam, Kili, Fugas y Saul, el Bali­ta, son algu­nos de los niños y niñas que jue­gan jun­to a sus casas del El Clot y que aho­ra les ha toca­do la lote­ría por la pre­sen­cia del nue­vo par­que.

Este edi­fi­cio está con­de­na­do al derri­bo para la cons­truc­ción de nue­vas vivien­das, pero a su lado ha sur­gi­do otro mila­gro. Le lla­man el jar­dín de las deli­cias y es un lugar que, en menos de una déca­da, de ser un solar lleno de mato­jos se ha con­ver­ti­do en un ver­gel arbo­la­do. Los res­pon­sa­bles son los jóve­nes soli­da­rios del Caban­yal y la Mal­va­rro­sa que for­ma­ron lo que lla­man Caban­yal Hor­ta.

Car­tel de Caban­yal Hor­ta.

Aquí, entre arria­tes de rome­ro y mal­va­rro­sa, peque­ños huer­tos con legum­bres, orga­ni­zan los sába­dos encuen­tros de jóve­nes fami­lias que lla­gan de toda la ciu­dad con sus peque­ños y reci­ben cla­ses de cul­ti­vos de plan­tas, obser­va­ción de pája­ros, se gui­san pae­llas colec­ti­vas que se dis­fru­tan bajo las som­bras de jaz­mi­nes, bugan­vi­lias y has­ta higue­ras y pinos que se han hecho gran­des en pocos años. Un gru­po de muje­res afri­ca­nas orga­ni­za en oca­sio­nes ban­que­tes étni­cos. El Caban­yal Hor­ta, el día que cele­bra el día del árbol pare­ce un mila­gro impo­si­ble en medio del gue­to marí­ti­mo. Con­tem­plan­do la acti­vi­dad de sus impul­so­res, como Xuso, Sil­via, el gue­to de El Clot se esfu­ma y apa­re­ce el futu­ro. Aquí sí habrían dis­fru­ta­do los cole­gas Soro­lla y Blas­co.

El escri­tor soli­ta­rio sale al paseo marí­ti­mo y con­tem­pla iró­ni­co el edi­fi­cio del Hotel de lujo don­de anta­ño estu­vie­ron las Are­nas, unas ter­mas a las que iban las fami­lias valen­cia­nas en el tre­net de la esta­ción de made­ra en los años 50 del pasa­do siglo. Un pala­cio a cua­tro pasos de un gue­to urbano que pron­to des­pa­re­ce­rá. Y con todo, mien­tras la chi­qui­lle­ría lle­ne el espa­cio vacío, los jar­di­nes y el par­que de jue­gos, con los ecos de sus gri­tos de ale­gría, aje­nos por com­ple­to al dudo­so futu­ro que les espe­ra. El vie­jo Clot segui­rá vivo en el recuer­do del pue­ble­ci­to mari­ne­ro que anta­ño fue.

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